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De bailes a bailes: entre la persecución y la fe

Al tribunal del Santo Oficio siempre le despertaron desconfianza los numerosos bailes festivos a los que los novohispanos eran tan aficionados. A lo largo de los trescientos años de orden virreinal, se habló de lujuria, pecado y condenación. Pero hubo un día en que resultó no solo que había un baile honesto. Además, era parte del culto a los santos

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Resonando, como un pequeño chisme que empezaba a crecer en las callejuelas de la capital de la Nueva España, llegó a manos de don Félix Flores Alatorre, cercano colaborador del Obispo de México, la carta del dominico fray Luis Carrasco, que le escribía desde el poderoso convento de Santo Domingo, para contarle detalles de la historia que ya empezaba a andar en la boca de todos los habitantes de la ciudad: un extraño asunto ocurrido en el templo de Santo Domingo y que había llamado la atención de todo mundo: un extraño baile delante de la imagen de San Gonzalo.

Raros días eran aquellos, los de febrero de 1816, cuando en algunos puntos del país se libraba la guerra independentista, pero, en la ciudad de México nadie se despeinaba. Las sorpresas estaban en los pequeños asuntos de cada día, y aun cuando los vientos de la insurgencia soplaban por todo el reino, la imagen de un grupo de devotos, danzando delante de una capilla de uno de los conventos más importantes del reino, era algo que la autoridad eclesiástica tenía que aclarar a la brevedad. Por eso Flores Alatorre había solicitado al dominico que le pusiera al tanto de aquel insólito suceso.

Es “sobradamente cierto”, le escribió el padre Carrasco a Flores Alatorre, que “algunos” habían estado bailando “…ante la estatua de San Gonzalo que está frente al púlpito de la iglesia grande de este convento, y que lo verificaron aun estando patente el Divinísimo Señor Sacramentado…”

Pero había mucha más información, y de la carta de Carrasco se infiere que el dominico no estaba de acuerdo, para nada, con aquella inusual muestra de devoción hacia san Gonzalo. Visto desde la perspectiva del obispado, los datos eran todavía más inquietantes:

Resultaba que la “exótica y extravagante” devoción de bailarle a San Gonzalo era relativamente nueva, pero no por eso cosa pequeña. Según Carrasco, tenía algo así como año y medio que el baile para el santo se había ido efectuando, no sólo en el gran templo de Santo Domingo, sino en otros enclaves de la orden en territorio novohispano, a saber, en la hacienda de Cuahuistla, en la jurisdicción de Cuautla, donde se tenía una imagen de San Gonzalo. Esto también ocurría en el convento dominico de la ciudad de Querétaro, anotaba Carrasco, “y no puedo atinar con el autor de tales despropósitos”. Pudo averiguar el fraile que, quienes defendían el baile y lo tenían por cosa honesta y devota, se escudaban en el hecho de que, en algunos puntos de España, también se le bailaba a san Gonzalo.

Que Luis Carrasco estaba decididamente molesto por el incidente, era claro en su misiva: “…no alcanzo ciertamente los principios teológicos en que se funde esta conducta y antes bien entiendo que, por lo manos, es supersticiosa, y de muy funestas consecuencias contra la majestad de la religión y el culto a los santos..”

Y es que para 1816, cuando el Santo Oficio ya vivía sus últimos años, había en la memoria de la gente el recuerdo de épocas en que algunos de los bailes más populares habían sido proscritos por la autoridad religiosa porque eran irreverentes, inmorales y lujuriosos. Eran danzas “con muchos quiebres en la cintura”, como los que habían agravado la condena de la comunidad homosexual del barrio de San Pablo, y los había muy famosos, como los jarabes diversos que se bailaban por diversos rumbos del reino, a cual más pecaminoso y mal visto, como el llamado “jarabe gatuno”, en el que los danzantes, necesariamente hombre y mujer, se tocaban y abrazaban estrechamente al tiempo que emitían sonoros maullidos, para evocar los amoríos de los gatos en las azoteas.

Eran cantos y danzas prohibidas, que, naturalmente, eran tremendamente populares en los barrios populosos de la ciudad de México, y de ahí rebotaban a otras partes del reino, Muy conocida era aquella canción que hablaba de un fraile de poca virtud, que se abandonaba a los placeres de la carne, nada menos que el famosísimo “Chuchumbé”, claramente prohibido por la inquisición, con tan malos resultados, que no solo se siguió bailando, sino que diversas variantes de la pícara versión original corrieron por toda la Nueva España.

Con esos antecedentes, eso de que un grupo de fieles se pusieran a bailar delante de la imagen de un santo, era un asunto delicadísimo y de urgente resolución.

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LA DEFENSA DE UN “BAILE SANTO”

Fue a agravar el asunto la carta de un noble encumbradísimo, dirigida al tribunal del Santo Oficio. El autor de la queja era, nada menos, que el Mariscal de Castilla, Marqués de Ciria, que, habiéndose enterado -pueblo chico, infierno grande- de tan peculiar devoción, no quiso quedarse con las habladurías y se fue a misa a Santo Domingo, solamente para confirmar el chisme, porque le había parecido “cosa muy extraña y aún supersticiosa y ridícula”, así que se apersonó en el templo los días 15, 16, 17 y 18 de febrero de 1816 y mientras oraba, se dio cuenta del pequeño alboroto que se armaba delante de la capilla de San Vicente Ferrer: “llegó una mujer de la ínfima plebe y se puso a bailar, después de esta, llegaron como otras seis, y también bailaron todas a un mismo tiempo con diferentes movimientos, y una de ellas parecía que bailaba el paso de jarabe”. Lo que más disgustó al marqués fue que, mientras las mujeres danzaban, el resto de la gente se reía.

La Inquisición, con la carta del marqués en las manos, le pidió a dos respetados dominicos que actuaran de calificadores de aquella insólita práctica. Uno de los dos seleccionados, era nuevamente el fraile Carrasco. El documento, muy parecido al que originalmente había escrito para Flores Alatorre, hacía una acotación interesante: la “invención” era muy moderna, tenía origen en Portugal, y entre la comunidad dominica “tenía sus defensores”.

En su reporte a la Inquisición, Carrasco agregaba el “fundamento” de aquel baile: San Gonzalo había sido un “cura ejemplar” que se ausentó de sus obligaciones durante catorce años para ir a los Lugares Santos. Cuando regresó, sus feligreses que lo querían bien, lo recibieron con bailes y grandes muestras de alegría. Quienes defendían el baile de San Gonzalo alegaban que David había bailado ante el Arca de la Alianza, y la hermana de Moisés había danzado acompañándose de un pandero.

Había otros argumentos para defender el baile: se decía que si se bailaba con fe, o con calidad artística, nada malo había en danzar ante el santo. Mientras los teólogos de la inquisición y de los dominicos se jaloneaban intentando demostrar, unos, que el mentado baile era por lo menos irrespetuoso, cuando no claramente supersticioso, y una fracción de la orden dominica insistía en verla como un gesto devoto y de buena fe, el prior de la orden, mandó prohibirlo, no porque lo juzgara pecaminoso, sino por evitar el riesgo de que un feligrés demasiado entusiasta “abusara”. Adjuntaba el prior a su aviso a la Inquisición una carta en defensa del baile de San Gonzalo, solicitando permiso para imprimirla y hacerla circular. El documento estaba escrito de manera tan burlesca y con tanto enojo contra las autoridades, que naturalmente, se negó la autorización.

Tanta bulla tenía que llegar a los puntos más altos de la jerarquía eclesiástica novohispana: se solicitó la intervención del deán de Catedral, don Mariano Beristáin, que se puso en contra de la “brincadora y faltante devoción”. Beristáin admitía que, si bien “en teoría” el baile en las iglesias era lícito por ejecutarse movidos por la fe, en la práctica era “indecoroso a la sólida piedad”. Y había un agravante: acusó a los dominicos de explotar el culto a san Gonzalo, baile incluido, como lo demostraba la venta de miles de novenas al santo, y numerosas velas de cera, y exvotos de cera y plata que se amontonaban ante el santo, cuyas limosnas, por cierto, eran las más cuantiosas del templo.

Tantas acusaciones apagaron, con rapidez, los alegatos de los dominicos defensores del baile de San Gonzalo, que no volvió a realizarse en el poderoso templo.