Cultura

"Karl Marx, victoriano eminente", un texto de Christopher Domínguez Michael

Con motivo de la conferencia "Espectros de Derrida", El Colegio Nacional nos comparte este fragmento del artículo titulado "Karl Marx, victoriano eminente", del crítico literario

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Christopher Domínguez Michael, miembro de El Colegio Nacional.

Christopher Domínguez Michael, miembro de El Colegio Nacional.

El Colegio Nacional

El próximo 15 de junio, el ensayista Christopher Domínguez Michael analizará en El Colegio Nacional las múltiples formas en que las ideas de Jacques Derrida, crítico de Marx, continúan resonando en el pensamiento contemporáneo. A propósito de esta conferencia, compartimos con los lectores de Crónica un fragmento del artículo titulado "Karl Marx, victoriano eminente", recogido en el libro "Ensayos reunidos 1983-2012" (El Colegio Nacional), publicado por Domínguez Michael en 2022.

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¿Se puede escribir una biógrafa de Karl Marx como si fuera uno más de los sabios del siglo XIX? ¿Ha llegado el momento de olvidar las consecuencias políticas del marxismo para escribir una vida de Marx? El periodista británico Francis Wheen contesta afirmativamente ambas preguntas y presenta su Karl Marx como la primera biógrafa del filósofo alemán escrita tras la caída del Muro de Berlín. Aunque esta premisa pareciera rebatir las preguntas iniciales, asociando otra vez a Marx con la disolución de la Unión Soviética en 1991, vale la pena seguir, durante algunos párrafos, el juego de Wheen.

Marx nació el 5 de mayo de 1818 a orillas del río Mosela, en Tréveris, Renania, hijo de un judío ilustrado recién convertido al protestantismo y de una ama de casa, también judía, originaria de Holanda. Estudiante de filosofía en Berlín desde 1836, fue un universitario típico de su generación, hegeliano de izquierda y, poco después, un republicano enemigo del autoritarismo prusiano. La primera aventura editorial de Marx fue el "Rheinische Zeitung", censurado con presteza por las autoridades. En febrero de 1845 Marx renunció en Bruselas a su nacionalidad, y cuando llegó al exilio parisino este alumno de Ludwig Feuerbach ya había escrito sus Manuscritos económico-filosóficos e iniciado su duradera simbiosis con Friedrich Engels (1820-1895).

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Hasta aquí tenemos a un personaje de Iván Turguénev o de Honoré de Balzac, un publicista —afortunada expresión hoy olvidada— que a través de la prensa política y literaria trataba de minar la somnolienta paz posnapoleónica. Al fin, las revoluciones de 1848, en las que aparecieron el movimiento obrero organizado, el sufragio universal y las primeras ligas comunistas, colocaron a Marx en un nuevo punto del mapa histórico, donde la rebeldía romántica se transformó en la búsqueda de una ciencia capaz no sólo de interpretar la sociedad burguesa sino de destruirla.

Las primeras víctimas intelectuales de los dardos envenenados de Marx fueron el anarquista cristiano Pierre-Joseph Proudhon, a quien refutó con La miseria de la filosofía (1847), y sus maestros hegelianos, ridiculizados en La sagrada familia (1845) y en La ideología alemana (1847). Poco antes de 1848, Marx y Engels redactaron el Manifiesto del Partido Comunista y desplazaron a los caritativos dirigentes de la Liga de los Justos, transformándola en la Liga de los Comunistas. 

Wheen dibuja con bastante precisión esa Europa de 1848, recordando que la secta de Marx era sólo una más entre las centenas de herejías filosóficas, políticas religiosas que pululaban en ese avispero. De vuelta en Renania, Marx participó abiertamente en la revuelta democrática hasta que el rey disolvió la asamblea legislativa en Berlín. Ante la contrarrevolución triunfante, Marx, ya entonces un conspirador bien conocido por las políticas de Francia, Bélgica y Prusia, llegó a Londres, ciudad en la que residió hasta su muerte, el 14 de marzo de 1883. Aunque en varias ocasiones regresó al continente por razones médicas o políticas, Marx, según dice su nuevo biógrafo, es incomprensible sin la Inglaterra victoriana.

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La insularidad británica de Marx se debió, casi por completo, a Engels, un personaje propio de Charles Dickens, quien alimentó a la familia del crítico del capitalismo con las ganancias de su fábrica de algodón y puso en contacto al filósofo alemán con la sociedad industrial por excelencia, Inglaterra. Instalados en Londres, Bagdad de las mil y una noches modernas, como la bautizó R. L. Stevenson, los Marx llevaron una existencia dickensiana. Víctimas de la insalubridad, varios de sus hijos se sumaron a las abrumadoras tasas de mortalidad infantil propias de la época. Con el respaldo puntual del generosísimo Engels, Marx sobrevivió. Gracias al apoyo de dos mujeres imbatibles: su esposa Jenny, baronesa de Westphalen, y Helene Demuth, el ama de llaves con quien tuvo un hijo ilegítimo, Freddy, muerto en el anonimato en 1929.

Orgulloso del origen aristocrático de su mujer, Marx fue, en sus distintos domicilios londinenses, un buen vecino que, a no ser por su impresionante aspecto de patriarca bíblico tatemado por la predicación en el desierto, habría pasado inadvertido. Marx, el padre de familia, es un tipo encantadoramente ordinario. Fue un padre amoroso que nunca dudó en poner su obra por encima de la felicidad de su familia, un bebedor social que nunca cayó en la relajación alcohólica, un marido que sólo en dos ocasiones pensó en abandonar sus libros y artículos para conseguir un empleo remunerado, y un señor de pocos amigos. Y como le ocurre a tantos de los hombres turbulentos, se graduó "cum laude" en el arte de ser abuelo.

Cartelera de El Colegio Nacional del próximo 15 de junio.

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