Para Orianna y Alfredo
Hablar de la Cineteca Nacional es hablar no solo del espacio o de la institución; es hablar de un recinto que nos ha acompañado a lo largo de 50 años en la vida de varias generaciones de cinéfilos que hemos formado nuestras propias historias desde 1974 hasta nuestros días entre las paredes de sus salas, las áreas verdes, el cine al aire libre, las jardineras, los cafés, las librerías y por supuesto el emblemático cubo como punto obligatorio de reunión.
La Cineteca Nacional ha sido, durante toda su existencia, uno de los lugares más emblemáticos no solo de los cinéfilos en esta ciudad sino del corazón cultural de México y referente instantáneo cuando hablamos de muestras, festivales, homenajes o ciclos de cine nacional o extranjero por igual.
Por lo mismo, el que se haya editado un libro que cuente el desarrollo del centro neurálgico de las actividades cinematográficas a lo largo de estos últimos 50 años en el país, resulta no solo un documento trascendental para entender el contexto y desarrollo histórico del cine en México sino también una narración que nos involucra como sociedad, como espectadores y como testigos de todos esos momentos por los que ha pasado el recinto durante décadas y que nos ha formado, a su vez, una narrativa personal de instantes inolvidables.
Y por supuesto, a manera personal, este libro resulta aún más entrañable porque mi relación con la Cineteca Nacional se remonta a mi adolescencia ochentera como gustoso espectador y que ahora es parte indispensable en mi labor de crítico e investigador de cine donde, además, sigo siendo gustoso espectador; porque hay cosas que jamás se pierden.
Dividido en 5 grandes capítulos, el libro inicia de forma evocadora con un paseo, a manera de prólogo escrito por Fernando Macotela, entre muchos de los desaparecidos palacios cinematográficos que existieron en la Ciudad de México durante décadas anteriores a la creación de la Cineteca Nacional; un emotivo recuerdo de los usos y costumbres entre los espectadores y las salas de cine de su predilección y/o rumbo citadino.
Lo siguiente, y entrando de lleno en el libro, es el texto de Jorge Carlos Sánchez quien nos cuenta las bases de lo que se conoció en la década de los años cuarenta como la Filmoteca Nacional bajo el cobijo del presidente Manuel Ávila Camacho y teniendo como directora a Elena Sánchez Valenzuela; quien no solo fue la primera Santa del cine mexicano sino también directora de cine, cronista y pionera de la preservación y conservación en nuestro país.
Y aun cuando hubo decreto presidencial para establecer una Cineteca Nacional en 1949, por circunstancias que van de lo político a lo inverosímil, esta tuvo que esperar pese al esmero de la misma Sánchez Valenzuela quién murió en 1950 quedando todo ese archivo fílmico diseminado por varios lugares siendo la Filmoteca de la UNAM, fundada por Manuel González Casanova, el receptor de la mayoría de la obra… Por fortuna.
24 años después, se levanta la piedra angular de la comunidad cinéfila del país en la esquina formada por la Calzada de Tlalpan y Río Churubusco el 17 de enero del Echeverriísta año de 1974 que albergó un enorme archivo fílmico recuperado de muchas fuentes y personas que continuaron con la labor de Sánchez Valenzuela sumada a la necesidad cultural de tener un recinto donde también se exhibieran propuestas nacionales y extranjeras para un público mexicano que exigía algo más que el cine comercial.
Con las salas Fernando de Fuentes y Salón Rojo, una sala de exhibición interna, una galería, una biblioteca especializada, un laboratorio y cuatro bóvedas de conservación además de un restaurante Wings y la librería Eureka, la Cineteca Nacional funcionó plena y propositivamente hasta el funesto incendio del 24 de marzo de 1982 que inhabilitó el recinto y acabó con una muy importante parte del acervo del cine nacional y extranjero que ahí se resguardaba.
Pero esto, aunque fue un durísimo golpe a la familia cinematográfica mexicana, no terminó con todo lo que ya se había logrado. La Cineteca Nacional siguió funcionando extramuros hasta que se asienta e inaugura en su nueva sede, la otrora y entrañable Sala de los Compositores, el 27 de enero de 1984 retomando su figura de ser el centro genésico del cine en el mítico Pueblo de Xoco, al sur de lo que era conocido en ese entonces como el Distrito Federal.
El segundo capítulo, escrito por Ernesto Román, nos da cuenta de la historia de cómo renació, literalmente, de sus cenizas la esencia y presencia de la Cineteca Nacional en estas nuevas instalaciones donde los espacios abiertos y características arquitectónicas se fueron relacionando con los asistentes de una manera que se podría considerar como familiar (“Nos vemos en el cubo” era y sigue siendo la referencia conocida por todos los cinéfilos).
Las actividades fueron aumentando de forma no solo cuantitativa sino cualitativa con lo que el espectador tenía acceso abierto a tantas y variadas proyecciones, homenajes y hasta a presentaciones editoriales que hubo que dar el siguiente paso: Ampliarse.
Y esto ocurrió entre el 2010 y el 2013 transformándose, una vez más, en la Cineteca Nacional que conocemos actualmente a 50 años de su inauguración y cuyos alcances no se detienen al haberse inaugurado en este 2024 una segunda sede llamada Cineteca Nacional de las Artes en los jardines del CNA y próximamente la Cineteca Nacional Chapultepec en la cuarta sección del Bosque de Chapultepec muy cerca de donde se unen las avenidas Constituyentes y Paseo de la Reforma.
Pero el libro no se queda solo en la historia cronológicamente entrañable del recinto (que muchos de nosotros vivimos en carne propia), sino que a partir de su tercer capítulo y hasta el quinto, se cuentan y describen los acervos de la Cineteca, las labores de conservación, restauración y difusión del cine mexicano, así como los programas de extensión académica, las constantes exposiciones, los archivos de consulta bibliográfica, la videoteca abiertos al público además del trascendental programa del Circuito Cineteca y la formación de públicos en la pluma de investigadores, analistas y académicos de la Cineteca Nacional cuya vida profesional gira alrededor de la difusión y conservación del cine mexicano y extranjero como Sofía Arévalo, Raúl Miranda, Carlos Torres, Sandra Itzel Pérez, Roberto Ortiz, Arnold Acevedo, Orianna Paz, Nelson Carro y por supuesto el Dr. Alejandro Pelayo.
Y más allá del placer epistolar y visual, gracias a un impresionante e impecable trabajo iconográfico, este libro coordinado por Catherine Bloch y Jorge Carlos Sánchez nos ofrece la siempre agradecible oportunidad de dar un paseo por nuestros recuerdos atemporalmente ligados a ese espacio físico y emocional donde, puedo asegurar con un margen mínimo de error, que una inmensa parte de cinéfilos que vivimos en la Ciudad de México hemos tenido momentos no sólo inolvidables sino entrañables en sus instalaciones donde el cine y el entorno sirvieron como pretexto para crear, y otros casos forjar, relaciones entre amigos, colegas e incluso familiares en algún momento de nuestras vidas.
En esencia, de eso se trata este libro. Un homenaje no solo al mágico recinto cinematográfico sino a todos aquellos que hemos entrado a ese oasis en la CDMX donde los sueños no terminan al aparecer la palabra FIN en la película que hayamos elegido ver solos o acompañados; es tan solo el comienzo de una nueva historia personal.
Y finalmente, quiero hacer una mención de forma personal a todos aquellos cuyo trabajo hace toda la diferencia manteniendo los engranajes ocultos de la Cineteca Nacional en perfecto funcionamiento para todo el público asistente: Taquilleros, proyeccionistas, el personal de limpieza, de vigilancia, de dulcería, de archivos, de estacionamiento y asistencia.
Gracias.
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