Escenario

‘Emilia Pérez’: El cuerpo como metáfora de un país

CORTE Y QUEDA EN CANNES. El más reciente filme del francés Jacques Audiard compite por la Palma de Oro y tiene como premisa un musical que se desarrolla en México de una forma muy original

Mujer en sujetador negro sentada en la cama
Fotograma de ‘Emilia Pérez’. Fotograma de ‘Emilia Pérez’. (CORTESIA Festival de Cannes)

La primera respuesta a En busca de Emilia Pérez (el nuevo filme de Jacques Audiard) como mexicana no tiene nada que ver con lo estético, sino con lo ético y la apreciación fluctúa inevitablemente entre los dos valores: ¿a quién pertenece México? ¿A un director francés que ni siquiera habla español y a un elenco mayoritariamente extranjero? ¿Puede alguien que no ha vivido desde la entrada su cotidiana violencia, abordarla— ¡y como un musical!!!?

Para poder entrarle a la propuesta de Emilia Pérez hay que hacer a un lado la idea de que México nos pertenece solo a los que ahí nacimos de la misma forma en que aceptamos que el arte es apropiarse de una realidad y transformarla en algo completamente distinto. Son estas reflexiones las que llevan a entender que el drama de Emilia Pérez y el del país son uno y el mismo. Por ahí comienza la valoración artística del filme.

Emilia Pérez (interpretada por la actriz transexual española, Karla Sofía Gascón) nace varón y es obligado a llevar como tal su vida, aunque internamente se sabe hembra. Nace también en un país asolado por la violencia y en un entorno de miseria que no le deja muchas opciones. Como adulto se convierte en un sanguinario narcotraficante. Su doble condición de género y lugar de nacimiento lo condenan. Abandonar ambas circunstancias es una liberación que comienza desde el cuerpo.

La decisión del protagonista de hacerse una cirugía para cambiar de sexo, y dejar atrás la vida criminal se dan al mismo tiempo. Aquí, otra cuestión ética: Emilia Pérez plantea indirectamente que la conducta despiadada de un capo de las drogas haya ido en contra de su verdadera naturaleza tanto como sentirse mujer en un cuerpo de hombre. Una premisa difícil de aceptar, pero dado que el tono de la cinta es de fantasía y no documental, se deja uno llevar por esa locura del mismo modo que aceptamos las transgresiones de Almodóvar, por ejemplo. 

Si podemos pasar por alto todos estos factores se debe indiscutiblemente al tratamiento que se le da a la historia, a la forma, y ese es mérito del guionista y director, Jacques Audiard, quien ni siquiera habla español. Excepto por los acentos de los actores no mexicanos, sería imposible suponer que la película no fue realizada por un connacional.

Filmada en México y con una labor de investigación impecable, Audiard muestra un conocimiento de la cultura, y la situación sociopolítica y económica de nuestro país equiparable a cualquier otro mexicano informado. Según Audiard, la idea para el guión se le ocurrió leyendo un libro sobre narcotráfico en México en el que brevemente se señalaba que el integrante de un cartel se habría realizado una cirugía de cambio de sexo.

Pensó que podría llevarse al cine como una especie de ópera. Se decidió finalmente por un musical, pero como en el bel canto, Emilia Pérez oscila entre lo sublime y lo ridículo. El teatro musical no es un género tan socorrido en México. Sin embargo, tenemos una tradición, el realismo mágico, que no desentona con lo que hace Audiard cuando pone a los actores a cantar y bailar mientras hablan de desaparecidos, asesinatos, corrupción, etc.

Aun antes de la primera imagen, las voces que gritan “se compran… colchones… tambores, refrigeradores… estufas… lavadoras… microondas… o algo de fierro viejo que vendan”, nos remiten a un lugar inconfundible. Estamos en la Ciudad de México y no en la parte bonita, sino en un barrio bajo con viviendas semiderruidas, limosneros, calles sucias y pandilleros paseando. 

Ese es el mundo de la abogada Rita Mora (Zoe Saldaña, a quien solo de vez en cuando se le nota el acento dominicano). La mujer de treinta y tantos años está harta de tener que defender a maleantes, pero sabe que las oportunidades para alguien que proviene de ese medio no se dan tan fácil.

Un día Rita es contactada por un misterioso hombre que le pide una cita de trabajo. En lugar de aparecerse, la secuestra. El cliente no es nada menos que el peligroso narcotraficante Manitas del Monte. El capo, a quien obviamente le va extraordinariamente bien, le propone un negocio que Rita no puede rechazar.

Como el tiene que mantener un perfil bajo, es la abogada que tiene que buscar en otros países del mundo a un cirujano que este dispuesto a hacerle una operación de cambio de sexo. El Manitas es un ser que lleva en el físico las huellas de su negocio. Es aterrador y repelente. A cambio, le ofrece una fortuna depositada en un banco suizo. Rita cumple y no vuelve a ver al Manitas, quien le asegura que su compromiso con él llegó hasta ahí.

Cuatro años después, vemos a Rita moviéndose ya en las altas esferas en Londres. En una cena muy elegante conoce a una guapa mujer que resulta ser también de México. Elegante y sofisticada, se presenta como Emilia Pérez. Además de que es evidente que tiene dinero, Emilia es menos claramente, transexual. Y sí, se trata del Manitas mismo, quien vuelve a requerir de los servicios de Rita. 

El Manitas le pide que lo ayude a regresar a México para ver a sus dos hijos a los que extraña mucho. El ex narcotraficante estuvo casado con Jessi (Selena Gómez, hablando un español muy deficiente). Rita acepta el encargo porque piensa que no le queda de otra, pero además siente que la mujer que tiene enfrente ahora está muy lejos del criminal al que conoció. Emilia es femenina como solo un personaje de Almodóvar puede serlo, con regodeo. Se arregla y viste para agradar.

El trato de El Manitas incluye que tanto sus hijos como su exesposa (exiliados en Suiza) se vayan a vivir con él a una mansión en Las Lomas. El asunto es que les tendrá que decir que Emilia es su tía y El Manitas dejó dicho en su testamento que se hiciera cargo de ellos. Ni Jessica, ni los pequeños de aproximadamente cinco y siete años confían en la extravagante tía del narco. La que se pensaba desconsolada viuda, reinicia un romance con Gustavo (el venezolano Edgar Ramírez), con quien ya le ponía los cuernos a El Manitas. La situación se prestaría comedia del estilo de Mrs. Doubtfire, pero la película toma otros derroteros.

Además de estar con sus hijos, Emilia quiere usar su fortuna mal habida para redimirse y así crea la fundación Lucecita, cuya misión es ayudar a localizar a personas desaparecidas. Audiard muestra, sobre todo, respeto a nuestros símbolos y, lo más importante, aporta una visión desde fuera de las posibilidades de belleza que aún se pueden encontrar en un país sumido en el horror.

El personaje de Emilia Perez resume todo esto. Es el yo interno que se libera de la cárcel de su cuerpo que la ha destinado a un género y una circunstancia. La persona que surge del espantoso hombre que era El Manitas, es posible, ¿y por qué? Audiard no hace una reivindicación de lo femenino como algo que en sí mismo pueda representar una vía menos cruel—bien sabemos la capacidad para la violencia que también tienen mujeres desalmadas —, sino que empata el colorido y la luminosidad Emilia con la de su cultura. 

Hay en lo visual, un homenaje a esa cultura nuestra que se mantiene vibrante todavía a pesar del entorno esperpéntico. Ese al final es el “mensaje” de la historia. Como Emilia, debemos rescatar nuestra verdadera esencia y arrancarla de las garras de esa espiral de violencia en la que hemos caído. Emilia Pérez nos ofrece eso, y quizá es solo una visión que podría venir de un extranjero, pero Audiard nos presenta con la posibilidad impensable para muchos, de que la redención es posible para México—aunque sea a través del arte.

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