Opinión

El desafío de la democracia

Nuestro prejuicio fundamental es pensar que nuestra vida y el mundo marchan sobre rieles de racionalidad. Ese prejuicio nos permite sobrevivir: con él sabemos que esperar del futuro, planeamos nuestras vidas, obtenemos tranquilidad, etc.

Pero eso es solo un prejuicio. En realidad, el mundo está gobernado por fuerzas a veces ignotas, irracionales, imponderables, ilógicas y espontáneas que nos impiden casi siempre anticipar con precisión el futuro.

Por ejemplo, en un espacio nacional, las decisiones colectivas son siempre inciertas en sus resultados; todos sabemos que la mentalidad política se vincula a los resortes de la emoción y que las pasiones juegan papel decisivo en nuestra conducta.

La historia podría ser leída como enfrentamiento de pasiones colectivas y la democracia como una disputa por el monopolio de esas pasiones. En realidad, el gobierno democrático enfrenta en la actualidad una grave contradicción: fue concebido como un medio para lograr un acuerdo, un pacto que asegurara la convivencia pacífica en la sociedad, pero hoy comenzamos a ver que los medios para lograr ese acuerdo han fracasado.

Me refiero a los partidos que han creado dirigencias burocráticas que desplazan frecuentemente la voluntad popular para privilegiar sus intereses personales o facciosos. Me refiero también a sus políticas que invariablemente explotan el hartazgo social y la polarización para ganar votos y perpetuarse en el poder.

En este escenario, los objetivos políticos se obscurecen o se pierden de vista. ¿Por qué luchamos? No es siempre claro. Es posible que dos partidos persigan los mismos propósitos, pero no hay medio alguno que permita un diálogo o un acuerdo entre las dos fuerzas. La polarización está destruyendo la democracia.

El objetivo a lograr que tenemos es renovar la democracia, lo cual supone una tarea inmensa solo realizable mediante una estrategia política compleja y de largo plazo y que debe fundarse—paradójicamente-en pactos iniciales. Para lograrlo se requiere reconstruir la economía internacional y nacional sobre bases justas, eliminar la pobreza, mejorar la educación de las masas, crear nuevas instituciones nacionales, perfeccionar los medios de comunicación, favorecer la participación directa de los ciudadanos en diálogos abiertos, etc. Objetivos remotos, casi imposibles de alcanzar, pero que son los andamios frágiles de nuestra esperanza.

Esta crisis de nuestra democracia tiene una causa subyacente: la economía. La economía globalizada, a diferencia de la democracia, sigue progresando sin aparentemente mayores obstáculos, intocada en lo esencial por las decisiones políticas. Como sostiene Tomás Piketty, solo cuando la política (la voluntad de las masas) impacte sustancialmente sobre la economía podemos pensar en la posibilidad de un mundo más justo.

En el fondo, nuestro principal problema es la distribución de la riqueza y esta verdad, aunque elemental, es lamentablemente ignorada por las grandes masas. Esto significa que se necesita re-pensar la educación ciudadana, de modo que la conciencia política de los ciudadanos capture las bases conceptuales y operativas de los fenómenos económicos fundamentales.

Se requiere una “dimensión económica” como parte esencial de la ciudadanía. Una ciudadanía que solo puede forjarse con el apoyo de una educación moderna que haga suyos los desafíos actuales de la humanidad.

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