La demanda por populismo existe, es un producto de la época, de sus humores, de las continuas decepciones que los gobiernos electos legítimamente han causado a lo largo de este siglo y en especial, luego de la crisis financiera (2008). Las condiciones de la libertad —la democracia— son menos apreciadas, menos valoradas por qué ellos ciudadanos, después de mucho esperar, buscan soluciones rápidas y porque han acumulado en sus mentes, al material más inflamable y generalizado en nuestra época: el resentimiento.
Decepción, frustración y resentimiento son los elementos que han cocinado uno de los consomés más desconcertantes en los que estamos trabados: sí, contrario a cierto idealismo ingenuo-democrático, ahora hay mayorías sociales que quieren autoritarismo. Y un paso más allá, esos electorados están dispuestos a votar por programas explícitamente antidemocráticos, a riendas y a sabiendas, por lo que la demagogia deja de ser sinónimo de engaño o de mentira para volverse una propuesta sabida, asumida y consentida. Votan por el autoritarismo, porque así lo quieren.
Según Jan-Werner Müller eso ha sido fraguado ya, con Trump, en Estados Unidos; en Turquía con Erdogan y por supuesto, en El Salvador con Bukele. En mi opinión, López Obrador ha dado el paso: ha propuesto clara y meridianamente, un retorno al autoritarismo a través de su paquete de reformas presentadas a principio de febrero.
El cúmulo de veintiuna iniciativas pueden ser discutidas puntualmente, una por una en sus méritos y deficiencias, conforme a su pertinencia, racionalidad o por ausencia de ella, pero no puede ignorarse en ningún momento, el hecho central de que en ese conjunto de iniciativas radican cuatro que opacan a todo lo demás por su dimensión destructiva y su carácter disruptivo. Representan un cambio de régimen, un desmantelamiento de componentes clave de la democracia mexicana tal y como la conocemos y en la que todavía hoy vivimos.
Hablo por supuesto de la eliminación de la representación proporcional en el congreso federal; de la elección de ministros, magistrados y jueces; de la votación de los consejeros electorales del INE y de la extinción de la autonomía de organismos e instituciones clave como el INAI o el CONEVAL.
Este es el propósito del paquete que el presidente ha enviado al Congreso de la Unión, y en él se juega el pluralismo político, el papel del legislativo como poder aparte que modula y modera a su vez al poder presidencial, la naturaleza imparcial, objetiva y apartidista del poder judicial y del Instituto Nacional Electoral y acaba, en fin, con las instituciones que vigilan, corrigen las decisiones ilegales y que velan por el cumplimiento de los derechos de los mexicanos.
No hay engaño: el propósito político de López Obrador es la centralización del poder, diluir la división de poderes y minimizar contrapesos y rendición de cuentas. Además, claro está, de inundar de militares las áreas que según la constitución, hasta hoy, están reservadas a la autoridad civil.
No es secreto, no es una maniobra discreta, ni algo que se dice con susurros intrigantes en pasillos reservados: es el cacareado, declarado “plan C”, puesto en sendos documentos y entregados al Congreso de la Unión y reiterados puntualmente en la campaña presidencial de Morena.
Ni con Díaz Ordaz, nunca, habíamos tenido una confesión tan explícita de una voluntad que busca regresar a un régimen autoritario.
Sus partidarios, sus voceros, contingentes, sus viejos o nuevos adherentes, lo conocen y no hay forma de equivocarse: el autoritarismo tiene su programa constitucional. La confesión dicha, escrita y repetida de López Obrador no deja sitio a dudas: es contra la democracia, por la centralización y por el autoritarismo. No hay lugar para el engaño. Que conste.
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