La política de genocidio contra el pueblo palestino que ha cobrado la vida de 31 mil personas, principalmente mujeres y niños, impulsada por Benjamín Netanyahu con el apoyo de Joe Biden, hace emerger con fuerza la tesis de los dos estados: uno Israelí y otro Palestino. Una solución planteada desde hace décadas por la comunidad internacional para permitir a ambos pueblos vivir en estados separados, pero que enfrenta la oposición de la actual coalición gobernante de la ultraderecha nacionalista judía. Entre Israel y Palestina existen grandes diferencias: el primero es un Estado sólido, rico y reconocido por la comunidad internacional, el segundo es pobre, con débiles estructuras institucionales, y territorialmente dividido. Israel sabe que en cualquier espiral de violencia saldrá siempre victorioso. Pero no le beneficia una salida de este tipo, así como tampoco conviene a nadie pensar que sus hijos y descendientes continuarán a vivir con miedo y terror.
La de Israel no es una guerra defensiva, sino una guerra punitiva y al mismo tiempo una decisión equivocada. No por las razones que la motivan, sino por los efectos que provoca. La limpieza étnica que se intensificó con los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, se ha traducido en una catástrofe humanitaria de enormes dimensiones, donde, incluso, el hambre se utiliza estratégicamente con fines militares. Esta operación ha sido considerada por intelectuales de la talla de Judit Butler o Noam Chomsky, como actos de resistencia armada a la opresión judía que de ninguna manera representan acciones terroristas como afirman los israelíes. Es una guerra étnica porque implica no solo la destrucción de la infraestructura física y material, sino que también involucra una aniquilación cultural y simbólica de los palestinos, es decir, de un pueblo que posee identidad, lengua, tradición y religión propias. Solo así se explica la devastación por parte del ejército judío de yacimientos arqueológicos palestinos, algunos con antigüedad de 30 mil años. La historia recuerda prepotentemente a los colonos hebreos que ellos son extranjeros en tierra ajena.
Un Estado propio para el pueblo palestino es la única vía para la paz. Además, el conflicto en Medio Oriente ha generado graves desequilibrios geopolíticos en el planeta. Los juegos estratégicos globales son fruto de una visión patológica que busca mantener viejas hegemonías imperialistas y expansionistas. Israel es el único Estado del mundo que no desea fijar de manera definitiva sus confines. La exaltación de la supremacía militar sobre la diplomacia es muestra de ello. La solución de dos estados que conviven pacíficamente uno al lado del otro, ha permanecido largamente en la mesa de negociaciones. Ella permitiría unificar las concentraciones de la diáspora palestina en Jordania, Líbano y Siria, conectando Cisjordania y Jerusalén Oriental con la Franja de Gaza. Se requiere de un Estado democrático y secular en la Palestina histórica, un Estado viable, contiguo, soberano e independiente.
Aún resulta necesario reflexionar sobre la futura estructura constitucional y los acuerdos políticos necesarios entre los dos pueblos. Se debe retomar la garantía internacional de legitimidad para ellos, establecida desde la partición de Palestina por acuerdo de la ONU (resolución 181), que permitió la creación de Israel en 1948. El Estado judío se estableció demasiado tarde, presentándose como un proyecto separatista típico del siglo XIX que se superpone al mundo actual que avanza hacia un esquema de derechos universales con sociedades pluralistas. Es insostenible la idea de un solo Estado en el que una comunidad, los judíos, esté por encima de las demás. Cuando se imponga la paz será imposible mantener segregados a los dos pueblos en una misma tierra, así como finalmente se volvió imposible mantener el apartheid en una Sudáfrica dominada solamente por los blancos.
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