Opinión

Entre temerarios y tontos

Varios artículos recientes alertan, sin ser aun concluyentes, que la corriente del Atlántico Norte se está modificando drásticamente; y que el punto de crisis podría darse en la década del 2030. Los estudios muestran que, si esto ocurriera, habría un cambio dramático en el clima, fundamentalmente en el norte de Europa, aunque se desconocen los alcances del comportamiento climático global, pues dadas las tendencias, la temperatura promedio de la tierra seguiría incrementándose por el nivel de concentración de los gases de efecto invernadero que ya están en la atmósfera.

La discusión en torno a la probabilidad de que este escenario se presente sigue abierta. Sin embargo, el sentido común debería imponerse bajo una pregunta elemental: ¿vale la pena correr el riesgo? Es decir, bajo el principio de prevención que se ha discutido y aprobado en varios instrumentos del derecho internacional, ¿hay sensatez en continuar con el curso de desarrollo que se ha impuesto en un mundo donde las decisiones las toman un puñado de políticos, altamente presionados o influenciados por los dueños del gran capital planetario y regional?

En esto no debe perderse de vista que las devastadoras consecuencias en el medio ambiente son sistémicas, pero que no son, ni de lejos, las únicas. En realidad, esta situación va de la mano con un modelo de generación de riqueza que está diseñado para que unos cuantos ganen y la inmensa mayoría pierda.

Se pone la mundo en camino a un calentamiento global catastrófico

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Desde esta perspectiva es preciso subrayar que la pobreza y las desigualdades, en sus distintas formas y dimensiones, son producto de la forma en cómo opera el sistema económico. Y por mucho que se hable de las bondades del capitalismo, de que cualquier persona promedio de la Edad Media habría deseado vivir en nuestra época, en realidad la cantidad de recursos disponibles y el nivel de despojo que se percibe por todos lados, en detrimento de los más desfavorecidos, son resultado de un sistema depredador y leonino, en el más amplio sentido del término.

Marx llegó a escribir que el capitalismo puede ser definido como “la guerra de los codiciosos”. Y a estas alturas del siglo XXI, habría que enfatizar que son codiciosos y tontos, porque han llevado al planeta al borde de la crisis climática más severa de la que se tenga registro en los últimos 65 millones de años, provocando el proceso de extinción de especies más acelerado, provocado por la acción humana.

Charles Dickens, a diferencia de Marx, creía que el capitalismo podía humanizarse. Por eso pensaba en que, hasta un personaje tan oscuro como Ebenezer Scruge podría redimirse y comprender que la avaricia y la codicia lo llevarían a la perdición presente, pero, sobre todo, futura.

Sin embargo, la idea lineal del tiempo nos coloca en un callejón sin salida; porque justamente es la perspectiva judeo-cristiana que evidenció Nietzsche, nos lleva a la idea peregrina que el presente no importa tanto sino en tanto etapa transitoria, porque lo que auténticamente importa es el porvenir en un más allá donde habríamos de ser redimidos. Frente a ello, sin embargo, deberíamos ser capaces de invertir el sentido del tiempo y comprender que lo único que tenemos es el aquí y el ahora.

Lo cual lleva al principio de la responsabilidad intergeneracional, el cual implica que deberíamos ser capaces de entregar a las generaciones por venir, un mundo al menos en condiciones similares al que encontramos, y eso sería incluso un acto de mezquindad, porque el que recibimos enfrentaba ya severas consecuencias provocadas, por ejemplo, por las devastadoras guerras mundiales y por guerras regionales de alta intensidad como la de Vietnam, por citar solo un ejemplo.

Frente a la magnitud de la crisis climática mundial, los acuerdos alcanzados bajo el Acuerdo de París, y en el marco de los Objetivos del Desarrollo Sostenible en realidad palidecen y se perciben no sólo como insuficientes, sino realmente hasta frívolos, si se considera que se trata de una crisis civilizatoria que no ha sido comprendida así, al menos no públicamente, por las personas más ricas del orbe.

Es cierto que todas y todos tenemos responsabilidades que cumplir en esto: cuidar en extremo el agua, consumir menor productos procesados y empaquetados, alejarnos en la medida de lo posible del uso del plástico, promover la reforestación en nuestras localidades o entornos, no arrojar basura al piso o drenajes, consumir menos energía en nuestros hogares, y todo aquello que está a nuestro alcance en la vida cotidiana.

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Pero pretender que esas medidas sean las que generen una transformación planetaria estructural constituye, regresando a la jerga marxista, una “robinsonada”. Requerimos transformar estructuralmente los métodos de producción agrícola para evitar el desperdicio del agua, la contaminación y erosión de los suelos o su agotamiento de nutrientes. A la par de lo anterior, es imprescindible que los estados pongan nuevos límites a los modos y formas de producción agropecuaria, y modificar radicalmente la lógica de producción de alimentos.

Necesitamos cambiar con urgencia toda nuestra matriz energética, con mucha más velocidad que lo logrado hasta ahora y garantizar el tránsito hacia una economía que pueda prescindir de la quema de combustibles fósiles; pero al mismo tiempo, reducir la emisión de gases de efecto invernadero asociada a los productos derivados del petróleo.

Sobre todo, urge una nueva ética planetaria de consumo responsable; que no significa comprar menos, sino tomar conciencia de que lo que necesitamos los seres humanos no son mercaderías al infinito, sino una nueva forma de entendimiento del lugar que ocupamos en el mundo.

Investigador del PUED-UNAM