Opinión

Una transición de gobierno ¿cómo las del PRI?

Ahora que nos enfilamos a un régimen con un partido claramente hegemónico, ¿qué similitudes y qué diferencias hay en las transiciones de gobierno, respecto al pasado? En particular, ¿se parece la que estamos viviendo a las que se dieron durante la hegemonía del PRI?

A mi entender, hay una coincidencia y una diferencia evidentes, y lo demás me parece mera especulación.

Me explico. La coincidencia está en el ciclo sexenal de negocios, que era típico de la era priista. ¿En qué consiste ese ciclo? En que quien recibe el gobierno lo hace en una situación de estrechez fiscal-presupuestal, y se ve obligado a hacer ajustes al inicio de la administración. Posteriormente, la economía se acelera; la velocidad a la que lo hace depende de las circunstancias. Hacia el final del sexenio aparecen desequilibrios, ya sea por problemas en el sector externo de la economía, ya por exceso de gasto interno, ya por una combinación de ambos factores. El caso es que el último año suele ser de alto crecimiento y herencia económica envenenada… lo que provoca que el primer año del nuevo gobierno sea de ajustes.

Algunos tenemos memoria de la “atonía” en el primer año de Echeverría, de las secuelas de la devaluación en el primero de López Portillo, de los ajustes draconianos en el de Miguel De la Madrid, de la necesidad urgente de renegociar la deuda a inicios del gobierno de Salinas. Son más quienes recuerdan la fuerte recesión resultado del “error de diciembre” al inicio del gobierno de Zedillo. Y si rascamos en la historia, veremos los mismos problemas iniciales en los antecesores de estos presidentes de la República en los tiempos del viejo PRI.

Ernesto Zedillo, expresidente de México

Ernesto Zedillo, expresidente de México

Cuartoscuro

Durante el gobierno de López Obrador tuvimos cinco años de estricta disciplina fiscal, que no se relajó ni siquiera en la emergencia de la pandemia de COVID. La llamada “austeridad republicana” resultó en severos recortes al gasto y en dirigir la escasa inversión pública a las obras insignia del gobierno de AMLO. Tuvimos altas tasas reales de interés, no hubo cambios en el régimen fiscal y la inflación se mantuvo dentro de márgenes razonables. Para el sexto año, en cambio, hubo un presupuesto expansivo, guiado por los apoyos sociales y por los intentos apurados por terminar las obras insignia; y junto con él, un aumento perceptible de la deuda pública. Ese presupuesto expansivo, al estar acompañado de incertidumbre política y de escasa inversión privada, no derivó en una alta tasa de crecimiento económico.

La constricción impuesta por la situación fiscal y por el endeudamiento funcionará como corset para el primer año de gobierno de Claudia Sheinbaum. El presupuesto estará limitado por gastos previstos desde el sexenio anterior, la necesidad de no adquirir más deuda y la dependencia fiscal respecto al comportamiento general de la economía. Si con AMLO las tasas de crecimiento fueron bajas, lo mismo sucederá al inicio del siguiente sexenio.

La diferencia evidente es que, mientras que en las transiciones de la segunda mitad del siglo pasado normalmente no había intención de parte del presidente saliente de hacer pasar reformas relevantes, capaces de influir severamente sobre el entramado político -y, por tanto, sobre la economía-, en este sí la hay. La única excepción es la transición entre López Portillo y De la Madrid, signada por la nacionalización de la banca y el control de cambios, en medio de una crisis financiera sin precedentes.

Ahora no hay crisis financiera. La autonomía del Banco de México ha permitido que el mercado de cambios se comporte de manera relativamente estable. La deuda se encuentra dentro de marcos manejables. Pero pende sobre el sistema el proyecto de consolidar un nuevo tipo de régimen político, en donde, por decirlo ligerito, la división de poderes queda difuminada y la prevalencia de las decisiones político-partidistas sobre todo lo demás queda asentada y pretende cristalizarse en la Constitución.

En esa tesitura, la cuestión fundamental no va ni siquiera por el lado del posible socavamiento de las instituciones democráticas, que a muchos preocupa justamente. Va por el lado de la certidumbre jurídica, necesaria para que las inversiones, de cualquier tipo, puedan llevarse a cabo. Sabemos que el capital no tiene bandera, lo que lo mueve son las oportunidades de crecimiento y los beneficios. Eso requiere un ambiente mínimamente consistente. Si existe la posibilidad de un cambio en las reglas de juego, el resultado es la volatilidad: inversiones que no se dan o dinero que sale del país.

AMLO, en una visión extrañamente miope para un político tan astuto, ha empujado con insistencia el tema de la reforma judicial con la frase de que “la justicia está por encima de los mercados”, que es precisamente la manera de asustar a los inversionistas (decía Einaudi que tienen “memoria de elefante, corazón de conejo y patas de liebre”), y más porque su concepto de justicia es partidista.

En los fundamentos de la economía mexicana no hay razones para una crisis financiera o de otro tipo. En donde puede haberlas es en una reforma malamente discutida, aprobada a las prisas, que genere incertidumbre de manera innecesaria y que le ponga un traspié a la nueva presidenta, aún antes de que tome posesión.

Que se especule sobre el gabinete y las piezas que quiera poner el presidente saliente es normal. Son cosas que suelen suceder cuando la transición es entre gobiernos del mismo partido. Ya se verá qué tan exitoso es el intento del saliente en influir a la entrante. Lo relevante, lo fuerte, es el efecto que pueda causar un manejo desaseado (al tradicional estilo Morena) de la reforma judicial.

Lee también

fbaez@cronica.com.mx

Twitter: @franciscobaezr