Cultura

"Eduardo Matos Moctezuma: Ochenta años" (fragmento)

En el marco del nuevo ciclo "Cuauhtémoc: a 500 años de su muerte", coordinado por Eduardo Matos Moctezuma, El Colegio Nacional nos comparte este fragmento de uno de los más recientes libros del arqueólogo Premio Crónica 

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Eduardo Matos Moctezuma.

Eduardo Matos Moctezuma.

ECN

En el marco del nuevo ciclo "Cuauhtémoc: a 500 años de su muerte", coordinado por Eduardo Matos Moctezuma, arqueólogo, miembro de El Colegio Nacional y Premio Crónica, compartimos un fragmento del libro Eduardo Matos Moctezuma: ochenta años (Colnal, 2021). Matos Moctezuma impartirá la sesión mañana, martes 23 de julio, a las 18 horas en El Colegio Nacional (Donceles 104, Centro Histórico, CDMX).

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Mis ochenta años…

Eduardo Matos Moctezuma

Miembro de El Colegio Nacional

A los ochenta años se está más cerca de la muerte, pero también de la vida. Durante este lapso he pasado por cuatro grandes rompimientos y un quinto está pendiente. De ser profundamente religioso rompí con la opresión de la religión a los quince años; después vendría el rompimiento con la familia; más tarde con el poder que representaba tener cargos importantes dentro de mi profesión que, aunque nunca me impidieron continuar con mis investigaciones, eran un lastre que había que tirar por la borda. Después llegó el momento de terminar con las cosas superfluas de la vida. Ahora estoy parado en la encrucijada del quinto rompimiento: mi encuentro con la muerte.

En una ocasión, allá por 1979, tenía un atelier en uno de cuyos muros pinté un enorme centauro que me representaba a mí mismo. Debajo de la figura escribí lo siguiente: “rompimiento es creación, rompamos con todo lo establecido”. Aunque la frase tiene un sabor anárquico, me refería a que todo rompimiento daba paso a un nuevo estado de cosas, la mayor de las veces mejores que las anteriores. Eso me ocurrió a mí con mis propios rompimientos y cada uno de ellos significó un cambio cualitativo que me proyectó a vivencias superiores.

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La lectura de un libro me llevó a decidir mi profesión: "Dioses, tumbas y sabios" de C. W. Ceram. Otro libro me llevó a conocer mi interior: "Cartas a un joven poeta" de Rainer Maria Rilke. Con el primero llegué a comprender la enorme pluralidad de culturas y cómo tiempo y espacio se entretejen según el hombre domina a la naturaleza y deja su impronta en ella; con el otro comprendí que lo externo suele ser pasajero y que lo importante está en el interior de uno mismo. El primero dio paso a mi encuentro con la arqueología, pues esta disciplina busca el pasado, lo hace suyo, y busca las sociedades que permanecen enterradas o bajo del agua y que encierran la obra de la humanidad. Están muertas en tanto no surjan a la superficie, pero la arqueología tiene el prodigioso poder de regresarlas a la vida. Un día dije que sólo al arqueólogo y al poeta les está dado darle vida a lo muerto. Otro día también exclamé, parafraseando a Proust, que el arqueólogo anda en busca del tiempo perdido. Y allí estamos, exhumando el tiempo. Por otra parte, Rilke significó para mí la búsqueda interna que lo lleva a uno al infinito. En él encontré mucho de lo que venía pensando desde muy joven y me veía reflejado en su pensamiento.

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Vicente Quirarte, miembro de El Colegio Nacional.

Siempre me gustó la soledad, los atardeceres, el otoño, aquella cabaña imaginaria con chimenea frente a la cual con mi pipa —novia que besaba a flor de labio— veía pasar las horas. La cabaña se quedó dentro de mí; dejé la pipa, que había sido mi compañera inseparable; la soledad me sigue a donde quiera que vaya y los atardeceres los percibo desde adentro. El otoño soy yo mismo ya convertido en invierno.

Algo más acerca de la soledad. Hay que saber vivirla porque en nuestro interior siempre estamos solos. De igual manera hay que saber vivir la muerte, pues se convierte en el omega de nuestro propio devenir. Los preámbulos de ella los percibí y por eso están allí la tarde, el otoño, la soledad… todas ellas arropándome de manera tal que me ayudan a transitar por la vida. Como ven, siempre aferrado a vivencias terminales…

De esta manera, mi paso por tantos años se fue entreverando entre aspectos sensibles y lecturas académicas inacabables. De los primeros, recuerdo mi pasión por el arte que me llevaba a apagar las luces de mi casa para escuchar en la oscuridad a Vivaldi, Mozart, Beethoven y Chaikovski, que llenaban el ambiente y su música penetraba entre los intersticios de las paredes para llegar a posarse en mi epidermis, en mis arcanos internos. Me gusta la escultura y en alguna ocasión elaboré varias y a una de ellas la titulé París… o de dónde venimos y a dónde vamos. La presenté en una bienal de escultura en el Auditorio Nacional y utilicé otro nombre: Lamarche. Para mi sorpresa, fue aceptada por el jurado lo que significó una enorme alegría para mí. Se trataba de una inmensa vagina en piedra y de ahí el nombre que le asigné. Mi vida transcurría entre pintores, literatos, escultores, en fin, todos aquellos seres que viven más allá de la cotidianidad. Escribí pensamientos —que no poesía, pues tengo un enorme respeto por los poetas—, aunque en alguna ocasión Marie Jo Paz dijo, después de leer mi Erectario en Letras Libres, que sí lo era. Siempre agradecí su bondad para quien vivió junto a un gran poeta, pero aún no me lo creo. Lo mismo me ocurrió con Juan García Ponce en una ocasión en que me invitó a colaborar con su revista recién fundada "Diagonales", en donde envié un pensamiento en el que me refería a piezas del Templo Mayor. La persona que se lo entregó me dijo más tarde:

—Juan leyó tu escrito y me dijo que no sabía

que tú eras poeta…

Y le contesté:

—Ni yo tampoco.

De igual manera, Miguel León-Portilla comentó en su respuesta a mis palabras de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua: “Eduardo es poeta también: la Muerte a filo de obsidiana es una obra poética, figúrense, con el sacrificio humano transformado en una cierta forma de mística y extraña poesía”.

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José Emilio Pacheco.

En el acto en que leí este texto el 10 de diciembre de 2020, mi admirada amiga Mercedes de la Garza insistió en el tema y me denominó “arqueólogo-poeta”. En fin, mucho agradezco a Mari Jo, Juan, Miguel y Mercedes sus amables palabras. Bueno, son palabras de amigos. Lástima que no salieron de la boca de algún poeta…

[…]

Hubo un momento en que mi parte sensible se vio opacada por la académica, aunque aquélla continuaba allí, latente. Fue el Proyecto Templo Mayor el que dio pie para que volvieran a juntarse de manera tal que las dos marcharan juntas como esas dualidades que forman un todo. Estoy formado por esas dos partes. En lo académico, el Proyecto me llenó plenamente; en mi interior, volví al encuentro de las hojas que caen en las tardes de otoño…

Debo comentar que cerca de que llegara el año 2000 y pasar a otro siglo, tomé la resolución de suicidarme el 31 de diciembre de aquel año. La razón: consideraba que el siglo XX había sido el espacio en que había nacido; había amado; había roto con mis ataduras; nacieron mis hijos y me realicé en mi profesión. En pocas palabras, pertenecía a él. Se formó un comité para “La muerte de Matos” compuesto por Carmen Parra, Arnaldo Coen, Fernando y Patricia Ortiz Monasterio y otros amigos cercanos. La idea era la siguiente: hacer una pira funeraria en el espacio que existe entre la Catedral y el Templo Mayor. En el interior del Museo y acostado sobre Coyolxauhqui, deidad lunar, aguardaría el momento para tomar una copa de champán —del bueno— y esperar algunos minutos para que hiciera efecto alguna píldora letal de manera tal que cuando las campanas de la catedral tocaran las doce y entráramos a otro siglo, yo muriera. En aquel momento, mis amigos invitados a la inmolación me llevarían en andas hasta la pira en donde sería incinerado, previo permiso del gobierno de la Ciudad de México. Aquella maravillosa hecatombe les saldría cara a mis amigos, pues a ellos les entregarían la cuenta de los licores y los deliciosos manjares consumidos.

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Todo eso había surgido al leer a Simone de Beauvoir en su libro "La ceremonia del adiós", en donde relata sus últimos años de convivencia con Jean-Paul Sartre. Previo a la muerte anunciada, pues esta intención la publiqué en el diario "La Jornada", fui a comer a los pequeños restaurantes a los que iba siempre con mis colaboradores del Templo Mayor para despedirme. El tiempo se acercaba y yo estaba aferrado que mi siglo había sido el XX y que el XXI me sería ajeno. Pero algo ocurrió. A la mera hora no seguí adelante (lo que será motivo de otro relato) y entré al nuevo siglo y no me arrepiento, pese a que la tecnología ha avanzado de manera formidable y rebasa en mucho mi comprensión de ella.

Hoy vivimos tiempos trastornados. Todo lo que se había erigido se viene abajo. La ciencia y la cultura son denigradas y no se comprende el valor que tienen para los pueblos. La historia se tergiversa al gusto de los gobernantes. Se viven momentos difíciles tanto por enfermedades como por la situación económica que prevalece. A las instituciones se les quitan los recursos, y muchas investigaciones y actividades se ven reducidas al mínimo. Lo peor, creo, es la manipulación que se pretende hacer de la historia con fines políticos. Decir que Tenochtitlan se fundó en el año 1321 para hacerla empatar con 1521, 1821 y 2021 es un despropósito. Con enorme tristeza me entero de que se acaba de adicionar al Reglamento de la Ley de Monumentos de 1972 algo que a simple vista parte de un error: conforme a esta ley, todos los materiales producto de las culturas prehispánicas son patrimonio nacional, lo que implica que todo el acervo que se encuentra en el extranjero, independientemente de cómo haya salido, pertenece a la nación. 

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