Nacido en Tijuana en 1997, el cineasta Diego Hernández presenta su más reciente cinta en el marco de la 14va edición del FICUNAM, esto con una carta de amor a su ciudad natal en El Mirador, una metaficción que busca hablar de un hecho histórico y violento sucedido el 17 de enero del 2008 en el lugar conocido como “La cúpula”, esto a través de una mirada documental, todo a la par de la mirada en la vida de Annya y Guillermo, quienes enfrentan las dificultades habituales de la vida adulta.
La intrincada narrativa de Hernández nace gracias a un encuentro casual en un Uber que Annya tiene con un realizador que regresa a su tierra para hacer un filme, una clara alusión al realizador de esta bizarra comedia cuya carrera ha tenido éxito gracias al cobijo del festival, mismo en el que ha presentado sus obras anteriores, Los fundadores en el 2021 y Aguacaliente en 2022. Fiel a este estilo experimental que le ha abierto las puertas en el certámen. Diego crea un meta cine que tiene dificultades para conectar con una audiencia que desconoce por completo Tijuana.
El Mirador de alguna forma hace honor a su nombre y se refiere a la cuestión del mismo director mostrando a sus actores, mismos que se representan a sí mismos, para mostrar una pequeña parte del día a día en esta ciudad que se mimetiza con cualquier otra urbe de la república. Sin embargo, la mirada expectante que obliga a Annya y Guilermo a romper la cuarta pared de vez en cuando nos da un sentido casi voyeurista de la fallida idealización de un sueño americano a la mexicana.
Dentro del filme, la meta historia en la que participan Annya y Guillermo resulta un tanto chocante pues en el afán de mostrar las diversas caras de la vida tijuanense (él como empleado de un call center, ella como chofer de Uber), los momentos en que ellos se convierten como guía del relato parecen formar parte de otra idea que no termina por encajar del todo, restándole fuerza e incluso humor a la visión de Diego Hernández y su carta a la tierra que lo vio crecer en la que la violencia, los trabajos eventuales y la monotonía parecen ser el gran crisol de su existencia.
Pero es en las partes documentales donde El Mirador ofrece su mejor cara. Hernández capta en los testimonios de diversos testigos de esa histórica balacera en uno de los lugares más representativos de la ciudad de Tijuana los riesgos y secuelas de la violencia de la que, por momentos, los ciudadanos son víctimas, siendo el acierto más grande del disperso guión del mismo realizador con Melisa Castañeda.
Incluso ahí, la cámara de Hernández juega con un simbolismo interesante a través no sólo de los relatos de viva voz de aquellos que se salvaron de algún impacto de bala accidental o de la presión de la policía, los militares y el narco.
El tijuanense encuentra a su paso restos de ello, como una memoria viviente de lo que fue y que forma parte de la identidad de una ciudad que oscila entre la gracia y el absurdo del relato de Annya y Guillermo, hasta la peligrosidad de los balazos nocturnos, las detonaciones esporádicas y, claro está, el muro fronterizo que recuerda constantemente a los pobladores que ahí les tocó vivir.
Es a través de los agujeros que encuentra en lugares como la ventana de un baño en una casa cercana a la cúpula, representando la memoria de ese incidente vergonzoso que la niña recuerda pasó pero que los padres intentan ocultarle. Incluso el pequeño agujero en el cárter del automóvil de Annya y su vehículo de Uber, claros indicios del absurdo y la seriedad de una ciudad fronteriza que, como dice la canción de Julieta Venegas al final del filme, son un recuerdo constante de que “el presente es lo único que tenemos”.
Así, El Mirador termina por ser un irregular experimento donde la metáfora de la metaficción no es suficiente para hacernos olvidar las dos caras de una ciudad cuya vida de día y de noche es bastante diferente.
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