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Pasión y rencor: María Teresa Morfín, asesina

Acaso porque los locos años veinte del siglo pasado estaban repletos de mujeres de ya no deseaban estarse quietas y calladas, tal vez porque ya no deseaban quedarse en el hogar, cepillando mil veces su cabellera, mientras esperaban la llegada del esposo; tal vez porque el “flapperismo” importado de Hollywood influía en ellas para hacerlas voluntariosas, inquietas y visibles. Sobre todo, visibles. Acaso, simplemente porque el país era otro después de años de guerra civil. Tal vez por todo eso, una muchachita de 16 años podía meterle una bala en el cráneo al causante de sus desdichas amorosas.

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El careo entre las dos viudas de Moisés Gómez atrajo a la prensa: las mujeres se detestaban

El careo entre las dos viudas de Moisés Gómez atrajo a la prensa: las mujeres se detestaban

Aquel proceso, desarrollado en los primeros días de marzo de 1927, hizo las delicias de la prensa policiaca cuando se dio el careo entre dos mujeres: ambas enlutadas, con velos espesos, disputándose el derecho a llamarse viudas del difunto teniente de ingenieros Moisés Gómez. El pequeño problema residía en que una de ellas, María Teresa Morfín, había matado de un tiro al caballero en cuestión, cuando el militar le dijo que se iba de la casa, porque estaba harto de pleitos y reclamos y se marchaba… con su otra esposa.

Así se desarrollaba un proceso más de aquel insólito conjunto de “autoviudas” de hace un siglo, defendidas por formidables oradores que lograron sacarlas en libertad, después de conmover a los jurados populares. ¡Mírenlas! ¡Son jóvenes, son bellas, son inocentes! ¡Todas matan en defensa de su integridad, de su honor burlado, de sus sentimientos pisoteados! Señores del jurado: ¿es que no toca su corazón tanta desdicha?

Todo eso y mucho más dijeron, en los viejos juzgados de la tenebrosa Cárcel de Belem, los abogados que se especializaron en los casos que la prensa clasificó con una perdurable etiqueta: crímenes pasionales, asesinatos cometidos al calor del desengaño, de la ira, del amor contrariado. Porque se trataba de mujeres jóvenes, con frecuencia víctimas de engaños por parte de sus parejas, muchas de ellas fueron absueltas, no sin antes impactar a los mexicanos de a pie, mucho antes de que se inventaran las radionovelas.

Así fue el juicio de la joven María Teresa Morfín, “casi una niña”, diría su defensor, el abogado Federico Sodi. Con aspecto de “ratoncito” tímido, con su pelito corto, como correspondía a una muchacha moderna. Madre, a los 16 años de un niño de tres, al que mantenía con su trabajo de costurera. El habilidoso Sodi le contaría el jurado y al juez una historia de orfandad y abandono; una historia de soledad coronada por el engaño artero de un joven cadete del Colegio Militar con ínfulas de seductor.

De ese modo se había tejido el inicio de la trama en 1924, cuando María Teresa, muchachita apenas adolescente, se escapaba de la casa de su hermana para ir a asomarse con algunas amiguitas, a los famosos bailes del Colegio Militar. Ahí encontró su destino y su desdicha.

HISTORIA DE UNA HUÉRFANA

María Teresa Morfín era de Morelia. Quedó huérfana y fue a parar a un orfanato en su ciudad natal, donde creció y conoció la soledad, el vacío que padecen los niños cuando carecen de una familia. Con el tiempo, su hermana mayor, que se había casado y vivía en la capital, tuvo la voluntad de recoger a la muchachita y llevársela a su hogar.

Era una casa sin lujos, pero decorosa. El cuñado de María Teresa se dedicaba a vender joyería de imitación, bisutería. Tenía para sostener su casa y dar cobijo a la cuñadita rescatada del abandono. Pero una cosa era recoger a la muchachita y otra concederle toda la atención que requería una parienta que en realidad no acababa de ser niña. El proceso de 1927 revelaría que no eran pocas las ocasiones en que María Teresa, que finalmente había hecho numerosas amistades entre los vecinos de su casa, salía a la calle a dar vueltas, a mirar escaparates, a entusiasmarse con los objetos bellos que veía, para soñar con que, algún día, podría tener algo parecido.

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Con esas amiguillas de edad parecida, fue que se enteró que el Heroico Colegio Militar ofrecía bailes, cada tanto. Cuando se mencionó a la institución como el escenario donde se empezó a tejer la tragedia, tanto el fiscal como el defensor aseguraron que aquellos bailes, famosos en alguna época por ser eventos para la élite del México porfiriano, habían cambiado mucho, “y ya no son lo que eran”.

¿Por qué? Porque a los bailes de 1924 ya no se requería elegante invitación. Numerosas muchachitas de la ciudad de México, de distintos tumbos y condición, se asomaban a aquellos eventos para hacerse amigas de los cadetes, para bailar una o dos piezas, y ¡quién sabe! conseguir un novio que un día las llevaría a un hogar más próspero que el que las había criado.

Así fue como María Teresa conoció a Moisés Gómez, que era mucho mayor: el aspirante a ingeniero militar tenía ya 32 años. A la chiquilla de 13 la deslumbró la apostura del hombre, le encantó que tuviera atenciones para con ella. Se vieron algunas ocasiones en los bailes. Habilidoso, Moisés sedujo a la chamaca, quien resultaría embarazada. Era un jueves. Él le juró que el domingo siguiente, que estaba franco, iría por ella para casarse por la iglesia, porque era el gran amor de su vida.

Pero Moisés no llegó el domingo, ni nunca. Con su angustia a cuestas, María Teresa volvió a los bailes del Colegio no una ni dos veces, en busca del padre de su hijo. Con la complicidad de los amigos, el ingeniero militar se desvaneció en el aire. Pasaron tres años antes de que se volviera a encontrar con él.

UN HOMBRE Y DOS ESPOSAS IRACUNDAS

La hermana de María Teresa montó en cólera cuando supo que su hermana estaba embarazada. Pero finalmente no la dejó en la calle. María Teresa no cumplía los 14 años cuando dio a luz a su hijo. Para ganarse la visa y mantenerlo, entró a trabajar a un taller de costura. Saliendo de ahí, casi tres años después de su primer encuentro, un día, a media calle, la muchacha se encontró de frente con el padre de su hijo. Sin dudar, María Teresa le echó en cara su escape y su cobardía. Entonces, Moisés Gómez supo que tenía un hijo varón.

Moisés Gómez le duplicaba la edad a aquella chiquilla a la que embarazó. En el proceso, el abogado Sodi lo calificaría de violador.

Moisés Gómez le duplicaba la edad a aquella chiquilla a la que embarazó. En el proceso, el abogado Sodi lo calificaría de violador.

El que ya era teniente de ingenieros se volvió loco de alegría. ¡Un hijo! ¡Vamos, que quiero conocerlo! Y empezó el rosario de promesas: se casarían, vivirían los tres muy felices, él vería con orgullo cómo el niño crecería con el apellido que le correspondía y con la posibilidad de ser militar, como su padre. ¡Vamos, vamos, María Teresa!

Y efectivamente, hubo un pequeño hogar para la huérfana, pudo hablar de “su esposo”, pudo tener esperanzas para el futuro de su hijito. Lo que Moisés no le había dicho, alborotado por la noticia de su paternidad, como si no hubiera sabido nada, es que ya estaba casado con Juana Cáceres.

La vida empezó a complicarse. No faltó el chismoso que llevara a Juana la explicación acerca de las súbitas ausencias de su marido. Había otra mujer, y ¡encima! Un hijo. Resuelta, se apersonó en la vivienda que María Teresa Morfín ocupaba, creyéndola el único hogar conyugal de su Moisés.

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Las mujeres se hicieron de palabras. Juana menospreció a aquella escuincla de 16 años a la que no consideraba rival. La amenazó y le exigió que “dejara en paz” a su marido. María Teresa no se amilanó. No había pasado tantos sinsabores y soledades para devolver, con los mejores modos, al padre de su hijo. Mandó al diablo a Juana, con cajas destempladas. Juana insistió en su actitud amenazante. Sin pensarlo mucho, María Teresa le soltó un bofetón. Cruzaron miradas de rencor. Ninguna de ellas quería renunciar al que consideraban su esposo. No importaba que el sujeto fuera infiel, que les hubiera mentido a las dos y que a una la hubiera abandonado embarazada. Las dos estaban dispuestas a defender a “su” hombre, como si fuera una propiedad.

De ahí en adelante, todo fue de mal en peor. Juana presionaba, María Teresa reclamaba. Como buen cobarde, Moisés Gómez optó por enojarse con ambas, y ya no hubo momento de paz en los dos hogares. El teniente de ingenieros, caminando en la cuerda floja, se cansaba.

Llegó la Navidad de 1926. Moisés la pasó con María Teresa, igual que el año nuevo. La Nochevieja hubo amigos en la pequeña casa. Se bebió y se cantó. Se festejó la llegada de un 1927 que todos deseaban promisorio. Pero con los humos del alcohol, los buenos propósitos se disiparon el primer día de enero.

Empezaron temprano las discusiones. María Teresa insistía: a ella nadie la iba a hacer menos y a su hijo tampoco. Enfurecido y crudo, Moisés habló de más: le dijo que estaba harto, que se iba de la casa para no volver, que se regresaba con Juana porque ya no quería más problemas, y los berrinches de María Teresa lo habían cansado. Se dio la media vuelta para abandonar la casa.

María Teresa no lo dudó: corrió a la alcoba por la pequeña pistola, regalo de Moisés, que él mismo le había enseñado a disparar. Ella dijo después que solamente deseaba asustarlo, para que diera la vuelta, la calmara y se reconciliaran.

Pero lo cierto es que un solo tiro fue suficiente para terminar esa dura historia de amor: la bala se incrustó en el cráneo del teniente de ingenieros Moisés Gómez, que cayó muerto en el acto.

María Teresa Morfín se había convertido en asesina.

¡ABSUELTA!

Con gran escándalo, María Teresa fue aprehendida. Como no tenía ni siquiera 18 años, le ahorraron la visita a la cárcel de Belem, y la llevaron a la Escuela Correccional de Mujeres, donde se ganó el cariño de la autoridad. Tan chiquita, con un hijo, tan de buena voluntad. Lo mismo le pasó a su abogado defensor, Federico Sodi, que se enterneció por la juventud de la muchacha, lo duro de su vida, la tragedia de su maternidad prematura.

Y desde ahí comenzó su defensa: contó la historia de orfandad, de desamparo. Acusó a Moisés de haber violado a María Teresa en aquel lejano baile del Colegio Militar, porque, ¿acaso no es una violación lo que cometió aquel hombre de 32 años con una chiquilla de 13? Y el engaño posterior, ¡el engaño! No extrañaba, señores del jurado que, esa mujercita que nunca había tenido nada, recurriera a un arma de fuego para conservar lo que consideraba suyo.

Las declaraciones de María Teresa encantaron a la prensa policiaca. Por espontánea y un poco ingenua, aseguró que su Moisés la había seducido con pleno consentimiento de ella, si no, ¿pues cómo era que le había hecho un hijo? Contó del famoso bofetón administrado a Juana, de cómo no estaba dispuesta a dejar ir al padre de su hijo, de cómo el teniente le había regalado la pistolita aquella, y cómo habían descubierto en ella un peculiar talento de tiradora. La expectación subió de punto el día que el juez determinó un careo entre ambas mujeres.

Juana y María Teresa se miraban con algo que se parecía al odio separadas por una larga mesa. Una exigía que la asesina se pudriera en la cárcel. La otra aseguraba que no había disparado a matar, y que nunca le hubiera hecho daño al padre de su hijo.

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Si Federico Sodi triunfó y convenció al jurado de que el disparo homicida había sido un error desesperado cometido por alguien que nunca había tenido una familia, fue porque a lo largo del juicio insistió: había tantas historias como la de María Teresa, marcadas por el abandono y la soledad. Moisés, aparte de violador, había sido un cobarde y un mentiroso. El destino le había cobrado el daño que le causaba a las dos mujeres de su vida.

Fue la elocuencia del abogado Sodi y su habilidad para mostrar al jurado la historia de orfandad y abandono de la joven Morfín, los elementos que consiguieron la absolución de la joven.

Fue la elocuencia del abogado Sodi y su habilidad para mostrar al jurado la historia de orfandad y abandono de la joven Morfín, los elementos que consiguieron la absolución de la joven.

El juicio de María Teresa Morfín no duró ni una semana. Al final, entre aplausos de las almas compasivas, fue absuelta.

EPÍLOGO

La prensa retrató a María Teresa en el momento en que, llevando a su pequeño hijo de la mano, abandonaba la cárcel de Belén. El azar quiso que Federico Sodi se enterara de su vida posterior: le habían ofrecido educación y tal vez empleo en la Escuela Correccional. Nunca regresó. En su carrera por tener una vida diferente, volvió a creer en un hombre: un empresario que ofreció hacerla bailarina. Solo duró un par de años en ese empleo de carpa, donde Sodi llegó a verla. Tres años después, se la encontró bailando en un centro nocturno de Ciudad Juárez.

No había pasado una década del juicio cuando María Teresa Morfín fue encontrada muerta en a ciudad de México, con la garganta cercenada, No se investigó su muerte, Sodi no logró indagar si la habían matado o se había suicidado. Nada se supo de su hijo.

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Mucho se había discutido ya y mucho se discutiría acerca de los pros y los contras de los jurados públicos respecto a las tragedias protagonizadas por mujeres culpables de la muerte de sus parejas. Hoy, la historia de María Teresa es una más de las sucedidas en aquella década peculiar. La distingue la juventud de la muchacha, que ya no quería ser la huérfana, la que carecía de todo, la que no tenía nadie que la respaldara y a quien pudiera llamar “familia”.

No, no sería el último caso de aquel peculiar conjunto de “autoviudas”, pero la historia de María Teresa Morfín tiene un par de ecos llamativos: muchos años después, en 1970, otra mujer mataría, también en un primero de enero, a su esposo, el periodista Carlos Denegri. Una coincidencia.

Otra, mucho menos remota, se dio dos años después, del proceso de la joven Morfín, en 1929, cuando la muchacha más famosa del país, nada menos que Miss México, baleó a su esposo al descubrir que su matrimonio era un engaño.

Extraños azares construyen ciertas historias. Ambas mujeres asesinaron a sus esposos; ambas mujeres se llamaban María Teresa. Sus víctimas eran militares y murieron por heridas de bala. Los dos tenían otras esposas y, aunque usted no lo crea, tenían el mismo nombre: Moisés.