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De cómo Pedro Armendáriz eligió a la muerte

México, 1963. Se trataba de un actor que parecía tenerlo todo. Hasta que empezaron los dolores, hasta que los médicos le dijeron la verdad. Un cronista de hace 61 años no pudo menos que pensar en el hombre que había encarnado a Pancho Villa: había preferido matarse antes que padecer la agonía de largo plazo.

historias sangrientas

La prensa de 1963 eligió fotos de Pedro Armendáriz caracterizado como revolucionario,
como militar, como Pancho Villa; como un “hombre fuerte” del medio siglo.

La prensa de 1963 eligió fotos de Pedro Armendáriz caracterizado como revolucionario, como militar, como Pancho Villa; como un “hombre fuerte” del medio siglo.

-No tardo… le dijo Carmelita.

Después de acompañarlo durante horas, ella quería comer algo. El trago más amargo lo habían bebido juntos. Las últimas migajas de la primavera de 1963 se desgranaban en los muros claros del hospital de la UCLA, en Los Ángeles. Al día siguiente, empezaría el tratamiento químico. Y había que asumirlo, si el actor Pedro Armendáriz deseaba remontar el pronóstico de muerte que había recibido el día anterior: según los médicos, le quedaba un año de vida.

Seguramente hubo un beso suave, un leve apretón en la mano del enfermo. Luego, la puerta que se abre y se cierra, el taconeo ligero alejándose por el pasillo del sanatorio. El suspiro del paciente que sabe que cada segundo que transcurre es una gota de la vida que se va.

Pedro se incorporó, se movió al pequeño maletín con esas cosas que uno siempre carga al hospital; algunas prendas de vestir, pañuelos, lo que un paciente lleva consigo cuando pretende quedarse poco tiempo en el hospital. De hecho, él personalmente había preparado aquel conjunto de pertenencia. Era la única forma de llevar el boleto de emergencia, el pasaporte directo al escape, a la paz en algún rincón, como quedarse dormido, como no saber más.

Porque así habían empezado las cosas, con los dolores: los horribles dolores en las caderas, que luego los médicos le explicarían, era la señal de que el Príncipe Cáncer se posesionaba velozmente de sus huesos, de sus músculos. Y luego, el malestar generalizado, la sensación de que nada lo sostenía en la tierra. Y el día anterior, 17 de junio de 1963, la explicación. La enfermedad lo consumía. El tratamiento químico empezaría al día siguiente. Había que pelear.

Pero en el último momento, Pedro Armendáriz Hastings no quiso pelear. No quiso ser de nuevo general revolucionario, no quiso imitar a Pancho Villa. Era joven, apenas tenía 51 años, y a pesar de ello, la enfermedad lo hacía sentirse viejo, agotado. Y no, ya no quiso combatir.

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Hurgó en el maletín. Carmelita no sabía. Ahí, entre camisetas, sintió el metal helado de la pistola real, no de utilería. Eran otros tiempos. Había logrado meterla al hospital de la UCLA. A un sanatorio, todo mundo ingresa con la esperanza en la mano, con el deseo intenso de que los médicos le digan que todo pasará, que saldrá de ahí restablecido, o por lo menos a curarse, a reponerse en casa. Pero a Armendáriz, el diagnóstico le hablaba de una vida corta, llena de desalientos, de pequeñas luchas cotidianas, esforzándose por aguantar el tratamiento, por ir más allá del año que era, en esos momentos, la frontera de su vida.

A lo mejor se acordó de los triunfos recientes, de los aplausos. De Lorenzo Rafael al turco aliado de James Bond que ya no vería en pantalla. Y empuñó la pistola en torno a la cual se tejerían curiosas historias. Suspiró. Regresó a la cama. Jugó unos instantes con el artefacto, heraldo eficaz de la muerte. Quedaba poco tiempo, ¿Y si Carmelita regresaba? No, mejor de una vez. En cuanto él se escapara de la habitación luminosa, ya nada importaba. Los dolores, el malestar infinito que no se iba y que, de quedarse a pelear, no habría manera de eliminar. Qué van a saber los demás de esto, de esto que quema por dentro, que lo va volviendo cenizas a uno.

Y entonces disparó.

Carmelita lo encontraría muerto, al cabo de poco más de una hora.

EL LENTO REGRESO A LA TIERRA

Mucho había ocurrido desde aquellos días en que, establecido en México, después de pasar la infancia y los primeros años de juventud en Estados Unidos, prefirió buscarse la vida en la tierra de su padre. De reportero de publicaciones turísticas; de guía para los gringos que venían a sorprenderse con el sol y los colores, Pedro Armendáriz se encontró a sí mismo y poco a poco se fue acomodando. Su educación universitaria le ayudaba. La anécdota afirma que fue “descubierto” por el director Miguel Zacarías, cuando vio al muchacho de rasgos claramente mexicanos pero sorprendentes ojos claros, recitando a Shakespeare con el propósito de impresionar a un par de turistas.

Y así, a fuerza de trabajo, había llegado la fama. A fuerza de encarnar a personajes de ese México que en la primera mitad del siglo XX era todavía sensible, profundamente rural, se fue ganando el corazón de los mexicanos. ¡Cómo lo quisieron cuando fue Lorenzo Rafael! ¡Cómo lo admiraron cuando hizo no una, sino varias películas encarnando al estruendoso y echado para adelante Pancho Villa! Fue general revolucionario, él, que apenas había nacido cuando el cuartelazo de Victoriano Huerta le abría la puerta de la muerte a Francisco I. Madero. En junio de 1963, Pedro Armendáriz era un actor de categoría internacional, dirigido por los mejores de México, coprotagonista de las grandes divas de aquellos días. De Dolores del Río a María Félix, no había estrella en este país que no hubiera alternado alguna vez con aquel hombre de ojos verde olivo.

Naturalmente, la noticia de su suicidio fue un escándalo en México, nota de primera plana. Se sabía de cierto que estaba enfermo, ya se hablaba de cáncer. Pero a nadie le pasó por la mente la posibilidad de que el actor, en la cumbre de su fama, cuando sus paisanos lo verían en la pantalla de plata al lado de Sean Connery, decidiera alejar de sí la esperanza, poca o mucha, que hace 61 años significaba la quimioterapia.

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Apenas repuesta de la brutal impresión de encontrarlo muerto, la esposa de Armendáriz, se armó de fortaleza. Con sus hijos, Pedro y Carmen, preparó todo para llevarse a México el cuerpo de su esposo. En México, el duelo llenaba planas de periódico.

La noche del 19 de junio llegaba a nuestro país el avión que trasladaba el cadáver. Carmelita había viajado en un vuelo anterior. Mientras la carroza fúnebre penetraba hasta la pista de aterrizaje para hacerse cargo de la caja metálica, rebotaban las diversas historias derivadas del suicidio del actor. Se había disparado con una Colt Magnum calibre 357.

Como tantos mexicanos que se habían hecho adultos en la primera mitad del siglo XX, Armendáriz solía ir armado, explicaría su esposa. Pero nadie imaginaba que llevaría la pistola al hospital californiano. Del arma, se dijo que se trataba de un obsequio del cantante Miquel Aceves Mejía, pero en esas horas posteriores al suicidio, los reporteros de la ciudad de México dieron con un armero -era otro país, de verdad- que dijo haberle vendido la Colt Magnum a Armendáriz. Como el actor hizo la compra en compañía de su hijo, el armero jamás pensó que a la larga le serviría a Armendáriz para cometer suicidio.

¿Cómo se coló una multitud a la pista del aeropuerto de la ciudad de México? Nadie supo en aquellos momentos. El féretro fue despojado de la cubierta de tela blanca con la que se había embarcado en la aeronave, y pasó a la carroza. Mientras la gente se arremolinaba, el joven Raúl de Anda acompañaba a otro muchacho, doblado por el dolor: Pedro Armendáriz Jr. Con motociclistas de tránsito por delante, la carroza se llevó el ataúd a la agencia Gayosso. La noche pasaría en un lento fluir de estrellas cinematográficas, junto a la gente sencilla de a pie, que también querían despedirse. Conmovida la gente de ver a Cantinflas con gesto adusto, de mirar al Indio Fernández impecable, de ver a Dolores del Río cerca del ataúd. “Era como un hermano”, repitió cualquier cantidad de celebridades; la gente del pueblo le daba a los reporteros más “carnita” para la nota que tendrían que entregar.

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Todo mundo se quedó en silencio cuando la Doña, María Félix, entró a la capilla de Armendáriz, de luto de pies a cabeza, pero con unos insólitos guantes blancos, la Doña se arrodilló ante el ataúd, acaso rezando. Ahí se quedó por espacio de unos diez minutos. Mientras, algunos datos, unos pocos, le daban contexto a aquel rápido regreso: el vuelo que traía el cadáver de Armendáriz hizo un periplo complicado: en Los Ángeles habían hecho la autopsia, y querían, por principio, indagar un poco más. La prensa mexicana diría “¡Gringos! ¿Qué más querían saber?”

A la mañana siguiente lo llevaron a enterrar al segundo lote de actores del Panteón Jardín, de los cementerios modernos de la época. Ahí se quedó, el “Pancho Villa”, junto a Miguel Torruco, que había encarnado al detective Valente Quintana en la pantalla de plata.

Armendáriz le quitó la primera plana a un personaje histórico, el fundador del liberalismo mexicano, José María Luis Mora, cuyos restos acababan de ser repatriados. El prócer ya tendría su propia ceremonia al día siguiente.

“De Rusia con amor”, la película del agente 007 en la que Armendáriz había actuado al lado de Sean Connery, se estrenó meses después. Todo mundo pudo ver cómo el actor mexicano cojeaba a lo largo de todo el filme. No era la construcción del personaje; era el maldito dolor que no lo dejaba en ningún momento.

En 1963 nadie sabía el alcance de la radiación nuclear. Con el paso de los años, alguien fue advirtiendo la coincidencia. Poco a poco, actores y personal que había participado en el rodaje de la película “El Conquistador”, donde Armendáriz trabajó al lado de John Wayne, habían ido enfermando de cáncer, y no fueron pocos los fallecidos. No todos de golpe, no todos al mismo tiempo. Simplemente, el Príncipe Cáncer se hacía presente. De las 220 personas que integraron el equipo de filmación, a principios de los 80 del siglo pasado, 46 de ellas ya habían muerto de cáncer, y 91 compartían el diagnóstico. De Armendáriz a John Wayne; del director Dick Powell a la actriz Agnes Moorehead (la madre de Samantha en “Hechizada”, e, incluso, el compositor de la banda sonora, Victor Young.

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Quizá demasiado para ser mera casualidad.