Hace cuatro años, el presidente Andrés Manuel López Obrador pronunció un discurso en soledad y con un gran halo de solemnidad. No pretendía engañar a nadie, al contrario. Ofreció a la república, a la sociedad mexicana, su concepción y respuesta a la peor crisis económica y de salud que -se intuía en abril de 2020- parecía precipitarse en toda la nación.
Ese documento, creo yo, constituye el concentrado más acabado de la ideología gubernamental. Más que sus libros, más que sus comparecencias en el Congreso, más que sus arengas en el Zócalo. El 5 de abril de 2020, en un momento abrumadoramente crítico, el presidente definió su visión, prioridades presupuestales y una serie de decisiones que habrían de determinar el curso, sufrimiento y muerte en la pandemia. Escuchémolslo.
“El programa emergente para el bienestar y el empleo que expondré a ustedes, se inscribe, básicamente, en los postulados del Plan Nacional de Desarrollo que hemos venido aplicando desde el inicio del gobierno”, dijo.
Y con esa base, el 23 de abril su gobierno emitiría un decreto que invocaba “los criterios que nos rigen, de eficiencia, honestidad, austeridad y justicia… y ante la crisis mundial del modelo neoliberal, que sin duda nos afecta, propongo la aplicación urgente y categórica de las siguientes medidas”, a favor -declaró López Obrador- de “25 millones de hogares pobres y de clase media”.
Ya estábamos en la austeridad y en la austeridad seguiríamos: ni revisión a prioridades ni a presupuestos ante la inmensidad de la crisis y por el contrario, confirmó una estrategia de estabilidad presupuestal sin alterar las metas de superávit primario, aplicar un programa hacendario basado en la contracción del gasto público y no acudir a nuevas contrataciones de deuda pública.
Dicho en una nuez: mantener la austeridad a toda costa y renunciar a toda medida expansiva. No habría nuevos programas para quienes, en el confinamiento, necesitaban trabajo y salir en busca de ingreso.
El propósito no era aumentar el gasto para impulsar la economía que estaba entrando a una rápida contracción: el objetivo declarado era “lograr ahorros”. No habría despidos en el gobierno; se prohíbía la contratación de personal nuevo y se reducirían los salarios de los altos mandos quienes no tendrían aguinaldo ni alguna otra prestación de fin de año. A su lado, trato excepcional a la Secretaría de Salud, Guardia Nacional, Marina y Defensa Nacional, el otorgamiento de 3 millones de créditos”.
Un ramillete de medidas que estaban muy lejos de corresponder a las necesidades concretas de aquellos momentos críticos: garantizar el ingreso de los que ya no podrían salir a trabajar, apoyar la permanencia del empleo, evitar muertes o quiebras de los micronegocios, pequeños o medianos, inyectar liquidez y dinamismo a una economía que entraría a un “coma autoinducido”. Por el contrario, el gobierno redobló los programas que ya existían y llevó al extremo las medidas de astringencia en el gasto público.
La austeridad y disciplina presupuestal parecía un “principio” indestructible hasta que llegó el año electoral de 2024. Entonces el gobierno estuvo dispuesto a gastar y a contratar deuda como no se había visto en el siglo XXI.
La austeridad, fue aplicada a cal y canto en materia de salud y fue echada por la borda en el 2024, el año electoral. Aquí si vale un déficit presupuestal de 4.9 por ciento del PIB, superior incluso a lo observado en la década de los noventa y un endeudamiento neto de 1.8 billones de pesos, 5.4 por ciento del PIB, el mayor monto jamás registrado.
Para la salud de los mexicanos durante la peor crisis sanitaria, austeridad inconmovible. Para el año electoral, que venga deuda, defícit y gasto a manos llenas. Una infame disonancia que no podrá ser olvidada.
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