Estamos a menos de un mes de las elecciones federales, y hay dos temas que me parecen de particular interés. Uno es la guerra de las encuestas; el otro, la posibilidad de algún conflicto postelectoral.
A estas alturas, nos debería quedar claro que hay, al menos, dos tipos de encuestas: las que intentan, con sus bemoles, medir los ánimos y las preferencias de los electores y las que son fabricadas como armas arrojadizas en las campañas. El problema es que son tantos los bemoles de las primeras que a veces se confunden con las segundas.
Vale la pena reiterar cuáles son algunos de los sesgos que se presentan en las encuestas durante esta campaña.
Las que se realizan en vivienda, que por metodología deberían ser las más representativas, tienen dos problemas principales: uno, la tendencia de los entrevistados a responder por el partido o candidato más conocido, que suele ser el que está en el gobierno, que es algo que sucedió varias veces cuando el PRI era el partido dominante y puede estar volviendo a suceder con Morena; dos, que estas encuestas suelen subestimar el nivel de abstencionismo: la “urna” llega al elector, en vez de que éste haga el esfuerzo por ir a ella.
Las que se realizan vía telefónica tienen otro tipo de problemas. Por un lado, si se trata de líneas fijas, dejan fuera a buena parte del electorado, y son necesarios ejercicios de ponderación para considerar a la población en general; estos ejercicios, a su vez, pueden tener sesgos de empresa. Por el otro, en todos los casos hay un índice de rechazo a la entrevista mucho mayor que en las encuestas por vivienda. Quien sí contesta suele ser un ciudadano mucho más interesado en el proceso electoral que la media, lo cual no siempre -o casi nunca- resulta representativo.
En otras palabras, mientras las encuestas en vivienda suelen medir a más gente de la que va a votar, las encuestas telefónicas suelen hacerlo solamente entre quienes tienen mucho interés en el proceso. Unas suelen pecar por exceso; las otras, por defecto. Las encuestas en línea, por su parte, sirven más bien para hacer seguimientos, y normalmente requieren de una cocina más sofisticada que las otras para hacer las ponderaciones de la intención voto (lo que, a su vez, implica más riesgo de error). Hay quienes tratan de hacer una combinación, ejercicios mixtos, en la esperanza de que la sopa no salga ni tan insípida ni tan salada. Todavía falta discusión sobre el asunto.
Lo que, a ojos vista, ha faltado en México, es una distinción entre el votante probable y la población en general. Sobre todo, en términos de difusión de los resultados. Los datos que arrojan ambas mediciones en otros países, por lo general son diferentes: las preferencias electorales de “la población en general” que no va a votar no son las mismas que las de quienes sí acuden a las urnas.
Pero en la guerra de las encuestas que estamos viviendo nada de esto se percibe (a menos de que uno sea lo suficientemente ocioso o nerd como para escudriñar en las diferentes metodologías). A cambio, tenemos el uso propagandístico, donde partidos, candidatos y militantes presumen los resultados que les convienen -aún en las encuestas evidentemente hechizas- y descartan como patito a las que traen datos que no les gustan.
Yo soy de la idea de que, en términos propagandísticos, si se quiere maximizar el voto a favor (es decir, si se quiere atraer al votante que hará diferencia en el margen), la mejor estrategia es la de decir: “estamos cerca de nuestra meta”. Eso genera esperanza, pero también llama a la movilización. Sin embargo, lo que se dice es: “estamos arrasando” o, de perdida, “ya le dimos la vuelta y vamos a arrasar”.
Este tipo de mensajes hipertriunfalistas está dirigido más a los ardientes convencidos que al elector que todavía no tiene firme su voto. Y es parte de la polarización político-cultural que estamos viviendo.
Esto lleva al segundo punto de interés: la posibilidad de conflicto postelectoral.
Si yo estoy seguro de que vamos a arrasar y no arrasamos, encuentro una disonancia, aunque ganemos. Si estoy seguro de que ya le dimos la vuelta y no la damos, pasará lo mismo. Si, además, no quiero informarme, sino seguir mi ardiente convencimiento, alegaré que hubo fraude. Mientras más polarizada esté la población, es más probable que eso suceda, y que haya mucha gente que se resista a los hechos y a las evidencias.
Digo esto pensando esencialmente en varias cosas. Del lado de la oposición hay quienes ven prácticamente todo voto por Morena como una compra o como una coerción, y que a partir de ahí descalifican desde antes los resultados (hay “ciudadanos” y “clientelas”), dejando como elemento secundario cualquier posible irregularidad electoral real. Es una estrategia perdedora.
Del lado de Morena hay un discurso que va más allá de la elección presidencial. La pretensión de hacer pasar el “Plan C” a través de una improbable supermayoría, que le dé posibilidad a la coalición de hacer pasar reformas constitucionales. En medio del discurso triunfalista habrá quien quiera intentar imponerlo. La frustración movilizable sería todavía mayor si se da el caso de que la coalición de Morena no alcance mayoría absoluta en el Congreso. Adicionalmente, y de manera importante, están las elecciones locales, donde también han querido que permee la idea del carro completo. No lo habrá. Eso tal vez no importe mucho en los estados que ahora están en manos de las oposiciones. Pero perder una entidad que gobernaba antes del 2 de junio es para Morena una afrenta, sobre la cual no van a dejar a ejercer su derecho al pataleo, que puede ser grave si, como es de preverse, el presidente López Obrador se mete en el asunto.
En resumen, en un ambiente polarizado y con una suspicacia militante respecto a improbables fraudes electorales, el mal uso propagandístico de las encuestas puede ser incendiario.
Ya basta
El presidente López Obrador atravesó otra línea roja. A partir de sus opiniones, pero sobre todo de sus fobias políticas, exhibe documentos ilegalmente y se ceba, persecutoriamente, contra toda una familia. De paso, intenta manchar a una persona intachable, como lo fue Carlos Márquez-Padilla. Esos abusos, para los cuales el Presidente usa como comparsas a funcionarios públicos tan ineptos como serviles, deben cesar. Mi solidaridad con María Amparo Casar y familia.
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