Publicado por la editorial independiente de Tijuana Lapicero Rojo, y con el diseño de la portada a cargo de Luis Almeida -autor, por cierto, del diseño original de La Crónica de hoy-, recién acaba de aparecer el volumen de relatos de autoficción titulado Sesenta y tantos, por los senderos de la infancia, de Jorge Torres García del Moral.
A sus “sesenta y tantos” años de edad, el autor se reencontró con la vocación de la escritura a través de reimaginar su infancia, para proponernos no sólo un paseo lúdico y entrañable por sus primeros años de vida, sino un cuadro de costumbres de la vida de la clase media mexicana en la década de los sesenta, en los años postreros del llamado “milagro mexicano”. Me unen al autor décadas de amistad, un pasado remoto de activismo político en las izquierdas mexicanas, y ahora también el privilegio de haber escrito el prólogo de su primer libro. Comparto en esta entrega un fragmento de dicho prólogo:
Paul Auster describió lo desgarrador y desafiante que puede ser para un escritor emprender la tarea de contar sus recuerdos de vida con la vaga certeza de que su pasado tiene algo que decirles a los lectores, o incluso a él mismo.
En un pasaje de su novela titulada 4,3,2,1, el protagonista se propuso precisamente esa tarea. Al respecto Auster apunta: “escribir sobre su vida a lo largo de seis meses que tardó en acabar el breve libro de ciento cincuenta y siete páginas, le llevó a establecer una nueva relación consigo mismo. Se sentía más íntimamente vinculado a sus propios sentimientos y a su vez alejado de ellos, casi distante. Como si escribiendo el libro se hubiera convertido paradójicamente en una persona más cálida y a la vez más fría. Más cálida por el hecho de que se había abierto las entrañas para que las viera el mundo. Más fría por el hecho de que ahora podía observar (a ese pasado) como si fuese de otro, de un extraño, de alguien anónimo”.
En todo caso, el escritor que acude a sus recuerdos como materia prima no aspira a reinventar al mundo, sino a encontrar una forma de vivir en él, a partir de entender sus propias transformaciones a través del tiempo. “Prestar atención al pasado -nos dice Auster en otro pasaje de la novela- es el primer paso para aprender a vivir”, una sentencia que compartiría con todas sus letras no sólo el psicoanálisis, sino la larga tradición literaria de las novelas de formación y aprendizaje, que retratan la transición de la infancia a la vida adulta.
Ignoro cuanto tiempo le tomó a Jorge Torres la elaboración de este libro. Me queda claro que lo escribió “con las entrañas” -como el personaje de la novela de Auster- pero también con la sinceridad de quien reconoce a su infancia como una forma redonda de la felicidad y de la plenitud, para ponerla a nuestro alcance y así poder nosotros mismos mirarnos en el espejo de nuestro propio pasado. En estas páginas se comprueba, como él mismo lo señala al recordar su caja de juguetes, “lo poco que se necesita para ser feliz”. Inocencia y asombro, dos palabras que resumen a la infancia, nos acompañarán a lo largo de este volumen.
Entramos entonces a un espacio tridimensional donde la memoria convertida en relato adquiere peso, volumen y profundidad. Un ámbito físico -habitado por las calles, las aulas, las casas, los patios y los rincones de la infancia del autor- pero también uno de orden sensorial: sus recuerdos trazan un itinerario delimitado por cuatro pausas -como estaciones de un mismo recorrido- donde la brevedad de los aforismos y los micro relatos que propone en cada una de ellas acuden a los instrumentos rectores de la conciencia que se forma al contacto con el mundo exterior: los ojos, los oídos, la nariz y la boca.
“…Toco..huelo..veo..gusto..oigo”. Estas palabras corresponden a las páginas finales de La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. Lo que leemos es el flujo de conciencia de un recién nacido. Es el neonato Artemio Cruz quien las pronuncia – o, mejor dicho, las piensa- al salir expulsado del vientre materno y entrar en contacto con el mundo. La novela arranca cuando Artemio Cruz, desde su lecho de muerte, va recordando su vida como testigo de la historia mexicana del siglo XX. Conforme avanza la trama la narración va y viene en el tiempo hasta que en las últimas páginas regresa al punto primigenio: el alumbramiento del niño “que ahora pertenecerá a lo indomable, a lo ajeno, a las fuerzas propias, a la anchura de la tierra, (…) él lloró y empezó a vivir”. Al nacer Artemio Cruz -nos dice Fuentes- se enfrentó con todos sus sentidos a “la intuición del porvenir”.
Hay pues una feliz coincidencia en el hecho de que para poner en orden su propio flujo de conciencia Jorge Torres disponga de sus cinco sentidos y sean ellos los que nos guíen por los diversos momentos de su infancia. De esta manera rebautiza a las palabras y las traduce al lenguaje de los sonidos, de las imágenes, de los colores, de los olores, de los sabores, de las texturas y de los sueños. Estamos entonces ante una prosa de la imaginación, no menos que de la sensación. Se propone así, como él mismo lo escribe: “pintar de colores el entorno donde el pasado se esconde”.
Con frecuencia la escritura de estas viñetas memoriosas sale del ámbito de lo estrictamente anecdótico y personal para convertirse en parábolas y lecciones sobre la vida, el crecimiento, la familia, la amistad y las transformaciones del país en la década de los sesenta. Por encima de todo, representan una celebración incesante de esa manera jubilosa de nombrar al mundo que es la infancia. La infancia de Jorge, en muchos sentidos, es la nuestra, de ahí el rango universal del tema al que se convoca en este volumen.
Este libro coincide además con lo dicho por el escritor austriaco Stefan Zweig en su volumen de memorias El mundo de ayer: “lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en él y ya no se puede eliminar”.
El niño que aparece en este libro -que supo, en efecto, “expandir su alma a los cuatro vientos”- es el hombre que lo escribe más de seis décadas después y que nos regala no sólo una estampa de su infancia, sino un retablo de época capaz de abarcar -y descifrar- al mundo en el que creció.
“De geometría caprichosa, nada es lineal en el tiempo -escribe Jorge Torres-ni siquiera los recuerdos”. “Imaginar al pasado es recordar al futuro” escribió a su vez con enorme genio Carlos Fuentes en su libro de ensayos Nuevo tiempo mexicano. Al invertir la lógica de estas palabras -normalmente al pasado se le recuerda y al futuro se le imagina- Fuentes nos da la clave para entender el proyecto literario que anima este libro. Jorge Torres utilizó la imaginación para viajar al pasado de su infancia y desde ahí reconstruir -como el título de la novela de Elena Garrro- los recuerdos y las intuiciones de su porvenir.
Regreso al Nuevo tiempo mexicano: “la memoria nos salva -escribió Fuentes- es el espejo en el que nos reconocemos, el lugar del rencuentro con el pasado que es, a la vez, el principio de nuestro futuro”. Se pregunta entonces: “¿Podemos simultáneamente hacer presentables todos nuestros pasados y utilizarlos para la comprensión y la justificación tanto de la vida interna como del orden externo de las cosas?” Este volumen es una respuesta afirmativa a esa interrogación.
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